lunes, 5 de septiembre de 2011

La mano como raíz generadora del conocimiento humano

Ensayaremos, en lo que sigue, la aplicación de los nuevos procedimientos filosófico operatiológicos a los que nos referimos en aun artículo anterior, "Fenomenología y Operatiología", publicado en este mismo blog (8-8-2011), para acercarnos a una comprensión estrictamente filosófica del conocimiento humano. Ya Kant se planteó el problema de encontrar un puente que le permitiese superar el dualismo de origen aristotélico entre el conocimiento natural sensible (fenoménico) y el moral inteligible (nouménico). Llegó a hablar, en la Crítica del Juicio, de una oscura raíz común que permitiría poner en conexión ambos mundos fenoménico y nouménico. Pero la tarea de encontrar dicha raíz la empezarán a resolver sus inmediatos sucesores, Reinhold y Fichte. El primero, formuló el llamado Principio de la Conciencia (Satz von Bewusstsein) entendido como un hecho empírico a partir del cual definía, partiendo de la Representación consciente, la relación entre las representaciones subjetivas (fenoménicas) y las objetivas (nouménicas) de la realidad. Fichte entendió tal Principio de la Conciencia, no ya como un hecho-empírico, sino como un hecho-acción (Tathandlung), reconstruyendo el conocimiento humano desde sus famosos Tres Principios. El gran descubrimiento de Fichte fue el relacionar las formas a priori kantianas con las acciones del sujeto, privilegiando el llamado “lado activo” del conocimiento, que Kant introdujo, frente al “lado pasivo” que lo subordinaba a las sensaciones.

Dicha concepción “activista” o dinámica del conocimiento, que se opone tanto al “empirismo” como al “innatismo”, llegará hasta Piaget, a través de una tradición de la filosofía francesa decimonónica que va desde Maine de Biran hasta Bergson, pasando por Felix de Ravaisson, muy influido por Fichte y Schelling. Dicha tradición pone la esencia del conocimiento en la acción como reacción frente al “sensismo” empirista de Condillac. Pero Piaget se sitúa lejos del “positivismo espiritualista” de estos autores, impulsado por el giro conductista de la psicología científica en el siglo XX. No obstante, frente al Conductismo americano de Watson o Skinner, inserta, entre el Estimulo y la Respuesta, el Sujeto Operatorio, entendido ahora, no como una Conciencia kantiana, sino como un Organismo biológico, por tanto, dado en un medio al que es capaz de adaptarse evolutívamente, asimilándolo y acomodándose a él. En consonancia con el kantiano Primado de la Razón Práctica, el conocimiento es visto por Piaget, como un instrumento más de adaptación evolutiva, que mantiene una lógica en continuidad con otros mecanismos biológicos adaptativos, como la lógica de los dispositivos instintivos o la de los “circuitos neuronales”.

Pero, quizás lo más característico de Piaget haya sido el enfoque genético y dialéctico-positivo en la explicación del conocimiento. Tal enfoque surge de la necesidad de buscar, no tanto una causa última del conocimiento (Dios, las sensaciones, la conciencia, etc.), cuanto de explicar las leyes o estructuras de su funcionamiento. Una forma de observar científica y positívamente como se generan y cambian dichas estructuras, es observar como se produce el aumento del conocimiento en los niños. A ello se dedicó esenciálmente Piaget durante su larga vida de investigador. Sus descubrimientos y explicaciones de los Estadios del Conocimiento son de sobra conocidos. Lo que nos proponemos aquí es explotar su significado filosófico. En este caso, más concretamente, esbozaremos una visión, que creemos nueva, del conocimiento humano en su conjunto utilizando la concepción “plotiniana” de las Esencias filosóficas de Gustavo Bueno, tal como la expusimos en un artículo anterior ( “Fenomenología y Operatiología" ). Según dicha concepción, las tradicionales Esencias platónico-aristotélicas, fijas y eternas, deben ser consideradas como móviles y evolutívamente temporales, en el sentido en que Plotino decía que “La raza de los heraclidas forma un género, no porque tengan un carácter común, sino por proceder de un solo tronco” ( Enéadas, VI,1,3). Así, es necesario fijar, según la novedosa concepción buenista de las esencias, que expusimos en el articulo anterior, el “tronco” o Núcleo de donde procede la Esencia del conocimiento, el Curso o desarrollo que sigue y el Cuerpo que va generando.

En Piaget, como en Fichte, la Esencia del conocimiento es la Acción. Pero el Núcleo de donde arranca o mana dicho conocimiento no es la acción consciente interior o “mental”, ni tampoco las sensaciones procedentes de los objetos externos, sino las acciones inconscientes, en el sentido de pre-lingüísticas, de órganos corporales muy determinados como la boca, los pies y las manos, en los primeros meses de un bebe. Ello es común con el resto de los animales mamíferos, pero a diferencia de los más cercanos a nosotros, como los chimpancés, lo que nos distancia de ellos onto-genéticamente es un cerebro superior, por supuesto, pero filo-genéticamente son unas manos muchísimos más hábiles, como ha puesto de relieve en los últimos años Frank R.Wilson en su magnifico libro: La mano. De cómo su uso configura el cerebro, el lenguaje y la cultura humana (Barcelona, 2002). Por ello debemos considerar ahora que el núcleo o raíz generadora del conocimiento humano reside en algo tan pasado de largo en las teorías clásicas del conocimiento como las manos. Dos grandes figuras del siglo XX, Piaget y Heidegger con su concepción de lo “a mano”(Zuhandenheit), han rescatado del tradicional olvido el papel esencial y primordial de las manos en nuestra relación con el mundo. Piaget mismo señala las manipulaciones de objetos en los niños como el origen del conocimiento intencional que apunta a los objetos a través de acciones mediadoras tan simples como el arrastre de alfombras cuando un niño quiere alcanzar un objeto lejano. En tal sentido el foco de las acciones o habilidades operatorias propias de la inteligencia humana son las manos.

Dichas habilidades pasan, según Piaget, por un Curso o desarrollo variacional de las posibilidades manipulatorio operatorias que cubre los famosos Tres Estadios evolutivos: el Sensorio-Motriz, el de las Operaciones Materiales y el de las Operaciones Formales. En el primero el niño construye a través de sus acciones las categorías o estructuras operatorias básicas de la inteligencia: la de Substancia (Objeto Permanente), la de Causa, la del Espacio y la del Tiempo. En el Estadio de las Operaciones Materiales, el niño conoce los objetos físicos mismos construyendo con ellos clases, series y medidas, cualitativa y cuantitativamente. Y en el Tercer estadio, el de las Operaciones Formales, el niño alcanza conocimientos de Necesidad, Posibilidad, etc., por combinaciones abstractas de símbolos mediante los cuales se establecen relaciones puramente formales, las cuales, como en la deducción de teoremas geométricos, se alcanzan tras un proceso de eliminación o neutralización por “cierres” algebraicos, de las operaciones o pasos intermedios. En tal sentido, dicho curso adquiere un carácter que podemos llamar dialéctico, en tanto que aboca en su final a la negación o neutralización de lo esencial del conocimiento humano, de las acciones u operaciones en la consecución de las ecuaciones o identidades últimas, como las verdades científicas que nos permiten un conocimiento seguro de la realidad. Además, dicha dialéctica conduce a la reducción final de las rica acciones y operaciones originarias a la mera manipulación de símbolos por la escritura, la “mente”, la pulsación de las teclas de un ordenador o los botones de una consola, motivo de preocupación creciente entre los pedagogos por el abandono infantil de los juegos tradicionales sustituidos, desde el punto de vista corporal, por el mero apretar compulsívamente botones.

Pero el Curso esencial se desarrolla, según G. Bueno, a través de un Cuerpo, una “corteza” o medio exterior que lo envuelve y que va creciendo por capas acumulativas. La corteza que envuelve al niño en su aprendizaje esta formada por tres instituciones educativas distintas: el hogar (o la guardería), en el Primer Estadio; la Escuela, a partir de los 6 años, en el Segundo Estadio; y el Instituto de Enseñanza Media a partir de los 11 hasta los 14 años, en el Tercer Estadio, en el que Piaget considera que se alcanza, por promedio, la madurez de la inteligencia humana.

De modo complementario, habría que considerar, para una comprensión no sólo onto-genética del conocimiento, sino también filo-genética, los conocimientos que nos aportan la antropología evolucionista. Una tarea que también se planteó Piaget en sus comienzo, como manifiesta en una entrevista ( J.C. Bringuier, Conversaciones con Piaget, Barcelona, 1977), pero que no abordó por la insuficiencia de los conocimientos paleo-antropológicos de su tiempo. Hoy, tales conocimientos han crecido abundántemente, por lo que puede ser más factible dicha tarea. En primer lugar se ha establecido la causa originaria de lo propiamente humano, su mayor capacidad en conductas inteligentes, en relación con las de los animales, en la aparición de rasgos diferenciales como la bipedestación, la mano exenta, el aumento del tamaño cerebral, el lenguaje articulado, la socialización por instituciones características, etc. Todo ello confluiría en la aparición de los inventos técnicos, que aunque, con precedentes en otras especies animales, habrían adquirido, a partir del denominado homo hábilis, hace dos millones de años, una importancia trascendental, por sus consecuencias, en la lucha por la vida evolutiva, como es el paulatino dominio del medio natural unido a un crecimiento y expansión poblacional creciente por el globo terráqueo.

Este aumento de la inteligencia humana se consiguió ponerlo en relación con la aparición, no sólo de una mano exenta, sino de una mano extremádamente hábil en comparación con las manos de los monos mismos, dándose, en la famosa austrolopiteca Lucy, la aparición de una mano con una capacidad de prensión inédita en anteriores especies de monos y homínidos, equivalente a la de un lanzador de béisbol. Asimismo, el lenguaje habría aparecido primero como un lenguaje gestuálmente articulado, antes que vocalmente, lo que concede de nuevo a las manos un interés central en tanto que es el órgano humano, excluyendo a la faringe - cuyo tracto bucal tardaría mucho más tiempo en conformarse en su capacidad articulatoria de sonidos -, con mayor posibilidades de llevar a cabo complicadas operaciones simbólicas, como demuestra el actual lenguaje de los sordomudos. En tal sentido se ha vuelto a recordar el dicho, atribuido por Aristóteles al filósofo griego Anaxágoras, de que “ el hombre es el más sabio de los seres vivos por que tiene manos”. Aristóteles acepto la frase, pero la interpretó en un sentido diferente al derivar la superioridad de la mano humano de la existencia de un cerebro más desarrollado. De ahí el olvido, en la tradición filosófica ulterior, dominada por el aristotelismo, del papel esencial que Anaxágoras le otorgaba a las manos. Papel que sólo empezó a emerger de nuevo gracias a la Antropología evolucionista, la cual atribuye finalmente el crecimiento y la progresiva configuración del propio cerebro humano, que despega ya, claramente, en el homo hábilis, esenciálmente a la mano exenta y extremádamente hábil para la ulterior lucha por la existencia.

En tal sentido, podemos sostener, en una consideración ahora filo-genética, que la actividad manual es, como ocurría en la onto-génesis, el núcleo generador diferenciador de la inteligencia humana, en este caso de la técnica, que distanciará esenciálmente a la especie humana del resto. El desarrolló de esta nueva habilidad o capacidad técnica de los homínidos seguirá un curso que ha sido teorizado de diversas formas en el siglo XX, con las obras de Childe, Munford, etc. y, sobre todo, tras el interés mostrado por la filosofía misma por la “esencia” de la técnica, en Heidegger u Ortega y Gasset. Este último, propone distinguir, en Meditación de la técnica (1939), tres fases en su desarrollo histórico: la “técnica del azar” que corresponde a las invenciones casuales, como el fuego, de las sociedades del estadio del salvajismo, poco desarrolladas en su división del trabajo; la “técnica del artesano”, que aparece en sociedades con una división del trabajo en profesiones y oficios artesanos, y gran producción de instrumentos; la”técnica del técnico”, sería la derivada de las ciencias y supone ya máquinas basadas en teorías científicas. Según esto, el desarrollo de la técnica, después de pasar por el estadio de la “técnica del azar”, y por el de la “técnica del artesano”, conduciría, en una tercera fase, a la aparición de la ciencia y de la posterior “técnica del técnico”.

El surgimiento de la ciencia ocurrió, como es generalmente admitido, con la Geometría griega, la cual se constituyó sobre la base de conocimientos técnicos provenientes de la Agrimensura, las técnicas de medición de los campos desarrolladas especialmente por los egipcios. Los griegos, a partir de Tales de Mileto, desarrollaron procedimientos demostrativos a través de operaciones puramente simbólicas sobre relaciones espaciales que culminaban en Teoremas, los cuales eran expresión de verdades independientes de la experiencia. Dichas verdades se obtenían por un proceso deductivo, algebraicamente “cerrado”, en el que se eliminaban o neutralizaban las operaciones subjetuales, como sostiene G. Bueno, para obtener ecuaciones que expresaban relaciones entre objetos, universales y necesarias. Con ello se alcanzaba por primera vez en la historia de la Humanidad el “seguro camino de la ciencia”, al que se referirá Kant, hablando de Newton. Pero tal curso del conocimiento humano (técnica, artesanía, ciencia) ha ido cubriéndose, en su desarrollo, de una corteza que se corresponde respectivamente con la institución del mago-hechicero en las sociedades salvajes, la del taller artesano en la segunda fase y el Colegio pitagórico o las Academias científicas en la tercera.

Por último, la propia ciencia debe ser considerada en una perspectiva de desarrollo puramente “interno”, es decir, con independencia de las presiones o necesidades individuales y sociales; debe ser abordada en una de un modo que, desde Kant, se denomina “trascendental”, esto es, que atienda a las propias condiciones “internas” de posibilidad de su desarrollo. En tal sentido aparecen, después de Kant, las Teorías de la Ciencia con el positivismo de Saint-Simon y Comte, los cuales plantean una reflexión sobre los métodos “positivos” de las ciencias y una ordenación y clasificación de estas. Plantean también un núcleo originario de las ciencias. Comte se remite a la metáfora cartesiana del árbol del conocimiento por la que las ciencias son ramas que derivan del tronco filosófico metafísico. A su vez, la Metafísica derivaría de la mentalidad religiosa originaria de la Humanidad, según la Ley de los Tres Estadios. Pero hoy sabemos que las ciencias no derivan de la Filosofía, sino de técnicas a las que perfeccionan (la Geometría deriva de la Agrimensura, etc.). Más bien se puede decir, al contrario, que la Filosofía, misma surgió en Grecia de la reflexión sobre la Geometría (Platón). La Filosofía, como Filosofía Positiva, no aparece hasta que se constituyen en el mundo moderno las ciencias “positivas” y no puramente racionales, como la Física, la Química o la Biología, precisamente en la época de Comte. En tal sentido, quien sucede a la Metafísica no es propiamente el conocimiento científico, que es por su naturaleza especializado, múltiple y particular, sino la Filosofía Positiva, que es la ocupación propia de los filósofos positivos, llamados por el propio Comte “especialistas en generalidades”.

Cada ciencia tiene por tanto una técnica particular o núcleo generador propio. Pero, si consideramos lo que caracteriza esencialmente a la cientificidad, como nueva forma de conocimiento caracterizado esencialmente por la forma de demostración categorizada y algebraícamente “cerrada” que constituyen los “teoremas”, según Gustavo Bueno (¿Qué es la ciencia?, Pentalfa, Oviedo, 1995, p. 68 s.s.), entonces el núcleo generador de la figura gnoseológica “teorema”, es la propia Geometría griega de Tales, Pitágoras, etc. En ella se crearon las primeras verdades científicas objetivas, aunque puramente “formales”, bajo la figura de identidades o ecuaciones como el propio Teorema de Pitágoras, “a2 +b2= c2”, como resultado de una construcción, que Bueno denomina alfa-operatoria, en la que se obtiene, como resultado necesario, una verdad objetiva y válida para todos los triángulos rectángulos, tras la eliminación o neutralización de las operaciones puramente subjetuales del matemático. La Geometría se constituyó, entonces, como un modelo “formal” de cientifidad que marca el primer desarrollo del curso que seguirá la constitución de las ciencias. El segundo momento de dicho curso no se produce hasta la llamada Revolución científica del Renacimiento en la que se empiezan a constituir la ciencias físicas. En este caso, la novedad consiste en que las construcciones alfa-operatorias se extienden a entidades físicas, materiales, como, planetas (Leyes de Kepler), o proyectiles (trayectorias parabólicas de proyectiles en Galileo). Dicho modelo demostrativo se ampliará a la Química en el siglo XVIII. Una tercera fase del curso de la cientificidad, se produce con el surgimiento de las ciencias biológicas y humanas, en las que, sin embargo, debido a la presencia en sus campos de sujetos cuyas trayectorias operacionales son imprevisibles, plantean una seria limitación a la posibilidad de construcciones cerradas alfa operatorias, que a todo más pueden alcanzar una forma de probabilidad estadística, funcional estructuralista o puramente condicional (Teoría de Juegos), como ocurre con las leyes sociales o históricas. Tales Ciencias Humanas y Etológicas, como se suelen denominar, tienden a moverse principalmente en lo que G. Bueno denomina metodología beta-operatorias, en las cuales las operaciones subjetuales, no solo no son eliminadas en los resultados, sino que son pedidas por estos en tanto que planes, proyectos, decisiones, etc., sin los cuales no se entienden los propios resultados. En tal sentido la cientificidad degenera aquí en tecnologías o praxologías como ocurre en la Jurisprudencia, la Etica o la Política económica. Con ello la pescadilla del conocimiento humano se muerde la cola, en una especie de regreso circular a sus condiciones iniciales.

Con lo cual queda cerrado, trascendentálmente, el gran círculo en que se mueve y evoluciona el conocimiento. Un círculo que pone límites trascendentales, en el sentido de Kant, a tantas ensoñaciones futuristas de las que son victimas tantas veces los propios científicos que poseen una Idea bien poco fundada de la propia cientificidad, aunque la practican admirablemente. Un círculo que no podemos, sin embargo, considerar meramente como “vicioso”, sino como plenamente “virtuoso”, pues gracias a él, nuestro conocimiento ha avanzado y avanza cada vez más, aun dentro de unos límites básicos antropológico-trascendentales, los marcados principalmente por nuestras humildes extremidades superiores, las manos, que lejos de desaparecer, comparecen como necesarias e imprescindibles para comprender aquellas ciencias aparecidas las últimas, pero que el propio Comte consideraba las primeras por la superior dignidad de sus objetos, los propios seres humanos.

Manuel F. Lorenzo

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