lunes, 6 de febrero de 2012

No sabemos lo que puede una mano.

La reflexión filosófica sistemática sobre las habilidades, que caracteriza a lo que venimos denominando como Pensamiento Hábil, tiene una especial atracción por la habilidad manual, en el sentido de que las manipulaciones ocuparían un lugar muy importante en el origen de nuestra propia racionalidad, tal como habría demostrado la Psicología evolutiva de Piaget, principalmente. Pero la obsesión del gran psicólogo suizo habrían sido, en sus investigaciones de la psicología del niño, las habilidades corporales en general (las bucales, las locomotoras, las manuales, las lingüísticas, etc.). La habilidad manual resulta muy importante en Piaget, pero no está tematizada de forma obsesiva. El estudio exclusivo de la mano es más reciente. Su papel fundamental en el aprendizaje empezó a ser puesto de relieve en el último tercio del pasado siglo por la paleo-antropología, la neurología, la lingüística, al plantearse preguntas sobre los cambios manuales, que propiciaron la construcción y el uso de herramientas en los homínidos, o el papel que desempeñaron los gestos simbólicos proto-lingüisticos que sirvieron para organizar y transmitir los procedimientos de construcción de hachas u otros instrumentos técnicos que devinieron trascendentales para la supervivencia de los homínidos. El libro de Frank R. Wilson, La mano. De cómo su uso configura el cerebro, el lenguaje y la cultura humana (Tusquets, Barcelona, 2002), marcó un hito importante en la llegada al gran público (el libro fue nominado como finalista en el apartado de divulgación científica de los famosos Premios Pulitzer) de la tematización científica de esta humilde parte del cuerpo, a la que no se le concedía demasiada importancia al tratar de cuestiones tan importantes como la cultura o la propia inteligencia humana. Esta infravaloración tradicional de las manos se nos presenta ahora, tras estas nuevas aportaciones científicas, como un prejuicio inveterado que habría que remontar a Aristóteles, el cual habría tergiversado la frase atribuida a Anaxágoras de que “el hombre es más inteligente que los animales porque tiene manos”, en el sentido de que el tener manos dependía de ser más inteligente por tener un cerebro superior: “ ... pero es más razonable pensar que el hombre tiene manos porque fue más inteligente” (Aristóteles, De Partibus Animalum IV.10, 687 a5-b24). La paleo-antropología evolucionista ha apuntado, en la dirección contraria a Aristóteles, al sostener que el cerebro humano podría haber dado un salto decisivo desde el tamaño del cerebro de un mono hasta el mucho mayor del cerebro humano, debido principalmente al uso de herramientas posibilitado por las transformaciones en las manos. Por tanto, que el cerebro creció al perfeccionarse las manos y no que las manos procedan de un cerebro superior previo a ellas.

Frank Wilson, que relata de modo riguroso y ameno en su libro muchos de estos hallazgos científicos en la evolución de los homínidos, se encontró con el tema de las manos como consecuencia de su profesión de neurólogo en su consulta del Peter F. Ostwald Health Program for Performing Artist de la Universidad de California en San Francisco. Tratando a músicos profesionales que padecían serias lesiones o calambres en sus manos que les impedían continuar su profesión o una brillante carrera de pianista o guitarrista, se vio obligado a comprender la mano como un órgano mucho más complejo y misterioso de cómo se lo solía ver por la medicina clásica. Pues las causa de los movimientos de las manos de un músico no se explican solo sin pasar de la muñeca, ya que, bajo la piel, hay tendones y nervios que se prolongan en el brazo, el cual es una especie de grúa muy compleja dotada de una biomecánica propia. Pero, los nervios no terminan en el brazo sino que continúan hasta la médula espinal, la cual está en conexión con el cerebro. A su vez, sabemos que lesiones o enfermedades que afectan a determinadas zonas del cerebro pueden tener efectos característicos en la movilidad manual. Por ello, concluye Wilson, “No hace falta seguir para darnos cuenta de que una definición precisa de la mano está más allá de nuestras posibilidades. Aunque comprendamos el significado convencional del término anatómico, no podremos decir con seguridad dónde empieza y termina en el cuerpo la mano propiamente dicha, su control y su influencia” (p.22).

La relación de la mano con el cerebro, esa parte del cuerpo humano que continúa siendo poco conocida, a pesar de los avances de las últimas décadas, hace que no podamos saber lo que puede una mano. De un modo semejante, el filósofo Espinosa al tratar de la relación filosófica del cuerpo con el alma planteada de forma dualista por el cartesianismo, escribía: “... creo que, no mediando comprobación experimental, es muy difícil poder convencer a los hombres de que sopesen esta cuestión ( la relación cuerpo-alma) sin prejuicios, hasta tal punto están persuadidos firmemente de que el cuerpo se mueve o reposa al más mínimo mandato del alma, y de que el cuerpo obra muchas cosas que dependen exclusivamente de la voluntad del alma y su capacidad de pensamiento. Y el hecho es que nadie, hasta ahora, ha determinado lo que puede el cuerpo, es decir, a nadie ha enseñado la experiencia, hasta ahora, que es lo que puede hacer el cuerpo en virtud de las solas leyes de su naturaleza, considerada como puramente corpórea, y qué es lo que no puede hacer salvo que el alma lo determine. Pues nadie hasta ahora ha conocido la fábrica del cuerpo de un modo lo suficientemente preciso como para poder explicar todas sus funciones...” ( B. De Espinosa, Etica, Parte Tercera, Prop.II, Editora Nacional, Madrid, 1975, Edic. de Vidal Peña, p. 186).

Hoy, como en los tiempos de Espinosa, podríamos decir que no conocemos lo que puede la mano por que no conocemos todavía completamente la fabrica del cuerpo, sobre todo en las complicadas funciones cerebrales. Pero Wilson no se queda aquí sino que pretende también elevarse a una consideración más profunda que la meramente científica, una consideración más básica que afecta al sentido de la propia vida humana: “El movimiento corporal y la actividad cerebral son funcionalmente interdependientes, y su sinergia está tan poderosamente formulada que ninguna ciencia o disciplina puede explicar por sí sola la destreza o la conducta humanas. De hecho, no es nada obvio que ésta sea una cuestión científica. La mano está tan ampliamente representada en el cerebro, sus elementos neurológicos y biomecánicos son tan propensos a la interacción y la reorganización espontánea, y los motivos y refuerzos que dan lugar a los usos individuales de la mano tienen unas raíces tan profundas y extensas, que debemos admitir que estamos tratando de explicar un imperativo básico de la vida humana” (p. 23). Aparece aquí la mano en relación con un imperativo básico de la existencia humana, con algo que, acaso, esconda su sentido más profundo, pues, como escribe Wilson, “... la mano no es simplemente una metáfora o un icono, sino a menudo el autentico foco -la palanca o la pista de lanzamiento- de una vida plena y genuina” ( p. 27). Wilson se remite para justificar tal afirmación a las experiencia en su tratamiento de músicos para los que su habilidad manual, ampliamente desarrollada y ejercida, constituye una fuente de satisfacción inmensa que llena plenamente toda una vida. Una satisfacción que se puede relacionar con aquella que buscan tantos oficinistas o trabajadores que llevan a cabo tareas repetitivas, automatizadas y tratan en su tiempo de ocio de dar salida a sus impulsos y habilidades manuales residuales con los deportes espectáculo, la caza, la pesca, los juegos de ordenador, las fantasías fílmicas violentas, etc.

Las manos pueden ser vistas, entonces, como una palanca o trampolín con un significado filosófico profundo y básico, en el mismo sentido en que Descartes veía en el cogito, en la actividad mental, el trampolín, la roca segura o fundamentum inconcusum, que nos permite llegar a la existencia de un Dios bondadoso y sabio que actúa como garante de la racionalidad del mundo en el que vivimos. Las manos, una especie de “yo”, de carne y hueso, como decía Unamuno, se nos aparecen ahora, en una posición filosófica crítica del idealismo y del mentalismo dualista, -que trajo como secuela suya el cartesianismo, tan denunciado por la neurociencia actual-, como el nuevo trampolín o fundamento firme, a partir del cual podemos redescubrir el sentido racional y oculto del mundo vital cotidiano, -lo que Husserl llamaba Lebenswelt y entendía como fundamento y base del mundo de la conciencia-, en el que inconscientemente nos movemos y adaptamos cada día, cumpliendo la dura ley de nuestra existencia. Wilson nos lo recuerda en el Prólogo de su libro: “Cada mañana empieza con cierto ritual en nuestra cadena de obstáculos privada: objetos que deben abrirse y cerrarse, alzarse o presionarse, retorcerse o doblarse, extraerse, mezclarse o atarse, así como algo del desayuno que debe mondarse, exprimirse, tostarse, prepararse, cocerse o freírse. Las manos se mueven tan hábilmente en este terreno que no reparamos en sus logros. ¿Qué sería de nosotros sin las manos? Nuestras vidas están tan llenas de experiencias corrientes en las que intervienen las manos de manera tan hábil y silenciosa que raramente pensamos en lo mucho que dependemos de ellas” (p. 17).

Manuel F. Lorenzo