viernes, 1 de junio de 2012

La Dictadura de Bruselas


Los tiempos están cambiando tan vertiginosamente que nuestra visión de la penosa situación en la que, de golpe, ha entrado la economía española, corre el riesgo de verse superada, día tras día, por los acontecimientos. La única forma de no ser engullido por el vértigo creciente que provoca la brecha que se está abriendo, entre las propuestas de nuevos “brotes verdes” por parte del gobierno actual y su desmentido por los datos económicos que indican la continuación de la recesión de la economía española, es atenerse a una política realista que se limite a análisis fríos y rigurosos cogiendo el toro por los cuernos. Porque, si estamos entrando en un infierno económico, al que nos castigan nuestros tradicionales pecados nacionales (corrupción económica e institucional, incumplimiento de las leyes, debilidad del sentimiento nacional, localismo, etc.) lo mejor será abandonar toda esperanza, como estaba escrito al puerta del Infierno, según relata Dante en La Divina Comedia.

Pongámonos de una vez en lo peor y seamos realistas: hemos acabado con aquella democracia soberana que tanto asombró al mundo en los años de la llamada Transición. Ya no somos soberanos, pues dependemos de la continua supervisión de Bruselas quien, no contenta con determinar con férrea austeridad nuestro Presupuesto Nacional, comienza a supervisar nuestros bancos y a hurgar en nuestra privacidad económica. Es la única forma de que no quebremos y podamos salir del pozo en que nos ha metido el crecimiento de nuestra inmensa deuda, sobre todo la privada que afecta tanto al empresario como al españolito de a pie atado a una hipoteca o a un simple crédito de consumo.  ¿Qué nos ha pasado?, ¿qué es lo que habremos hecho mal para merecer esto?. Lo más cómodo es echarle siempre la culpa a otro, sea la crisis mundial o el vecino de piso, creyendo que nosotros estamos enteramente libres de culpa. Pero dejémonos de paranoias conspiratorias acusando a los otros, ya sean estos los mercados internacionales, la avaricia de los especuladores, etc., pues en un mundo real, en los triunfos y en los fracasos, siempre se debe contar con estas cosas. El mundo, sin pasiones como esas, no se movería. Otra cosa es la dirección que le queramos imprimir. Pero eso depende más de nuestra inteligencia. Usémosla de forma insobornable, poniendo entre paréntesis de momento nuestra filias y fobias, nuestras conveniencias o intereses del momento y vayamos a lo esencial, que no suele estar tan lejos ni ser algo extraño a nosotros mismos.

En cuestiones de inteligencia hemos tenido españoles egregios que se pelearon en su tiempo con los problemas de la modernización de la vida española, esa asignatura que hemos vuelto a suspender. Uno de ellos fue Ortega y Gasset, el cual se enfrentó en su juventud con el fracaso del “sistema” de la Restauración decimonónica. Lo más llamativo de su diagnóstico sobre el régimen político de la Restauración lo dejó escrito en el libro La redención de las provincias (Sirva como resumen mi artículo:  "Idea leibniziana de una Constitución Autonómica para España en Ortega"). Allí dice que la causa del fracaso de aquel régimen no estaba tanto en los corruptos oligarcas y caciques, a los que culpaba Joaquín Costa, sino en el mal diseño político de Cánovas mismo. La corrupción era un mero resultado obligado de un mal planteamiento inicial, en el que incurrieron los que diseñaron la Constitución política de aquella primera Monarquía Parlamentaria española. Consistió, según Ortega, en no tener en cuenta el atrasado provincianismo de la mayor parte del país. Por ello las primeras elecciones a diputados en Cortes fueron recibidas, salvo en grandes ciudades como Madrid o Barcelona, con una gran abstención. No obstante ello, el gobierno decidió nombrar diputados con muy baja votación, los llamados “cuneros” y dar por válida la elección equiparando los diputados legítimo con los ficticios. Así, el sistema de la Restauración empezó a funcionar, aunque con un pequeño defecto que se creía poder solucionar con el rodaje.

Una vez nombrados, los diputados acuden a sus distritos y se presentan unos como conservadores, otros como liberales, pero, en cualquier caso, como representantes del gobierno central que disponen de dinero para hacer puentes, carreteras, etc. La mayoría de los electores, según Ortega, por el atraso de la sociedad agraria española, no podía entender que significaba liberal o conservador, pero si empezó a entender inmediatamente que unos y otros representaban dinero, obras, poderes reales y no quimeras como libertad, justicia o igualdad. Po ello surgió un avispado cacique que se le ocurrió adelantar un dinero comprando los votos con la intención de sacar un beneficio a través del acceso exclusivo a aquel maná que llovía del Estado. Así se empezó a reducir el absentismo electoral, aunque pagando el precio de la corrupción del voto. Ortega señala que, de forma apodíctica, como en una demostración por reducción al absurdo, el sistema entró en crisis cuando el número de diputados de procedencia caciquil fue superior a los diputados “cuneros” nombrados por el Estado Central de forma fraudulenta. Pues entonces el Gobierno central quedó en manos de los caciques locales con lo cual fue imposible llevar a cabo una política nacional unificada, comenzando la sublevación secesionista contra la “bota de Madrid” que llevaría a un desgobierno y un desorden al que solo pudo poner fin la única estructura nacional que se mantenía todavía unida, el ejercito. Por ello, para Ortega, la Dictadura de Primo de Rivera, no fue un fenómeno extemporáneo sino el resultado necesario a que condujo aquel error originario en que incurrieron las élites políticas que diseñaron la Restauración de forma puramente ideal, sin tener en cuenta la realidad localista y atrasada  de la mayoría de las provincias españolas.

Un siglo después, la situación parece volver a repetirse con esta Segunda Restauración. Pero es necesario percibir las diferencias. Pues, en ella España ya no se presenta como un país agrario y atrasado, sino como un país industrializado y avanzado, gracias en parte muy importante, al llamado milagro económico del franquismo. En él, la población participa conscientemente en los procesos electorales y no existe propiamente fraude electoral. Incluso se puede decir que la reorganización territorial en Autonomías, que Ortega proponía en La redención de las provincias, como forma de superar el defecto del localismo y particularismo político que aquejaba a los españoles, se ha puesto en práctica de forma más amplia que en la II República, aunque la presión de la izquierda y los nacionalismos independentistas, junto con la inacción de la derecha, han alterado su original sentido meramente descentralizador en uno soberanista y confederal que, si Ortega lo pudiese ver, se llevaría las manos a la cabeza y volvería a decir “no es eso, no es eso”. Por ello, lo verdaderamente nuevo de esta Restauración ha sido la introducción por los “Cánovas” de turno, no tanto de una nueva Constitución política, cuanto de una nueva especie de “constitución económica”: la entrada en el Euro, como paso hacia la creación de una Europa federalmente unida. El proceso fue similar en que también aquí se introdujo esta “constitución económica”, el Euro, de forma idealista y desde arriba, sin debatirlo previamente ni consultar a los españoles. El proceso lo llevó a cabo Aznar, aunque con el respaldo de los socialistas. Los escasos críticos de la medida fueron silenciados y la primera reacción del español común fue de indiferencia y cierta irritación por acostumbrarse a una nueva moneda de enjundioso cambio y de inmediata subida de precios en productos muy cotidianos.

Pero el Euro empezó a funcionar y con él su efecto más llamativo: tipos de interés por los suelos. En un país de mentalidad industrial y de abundancia de “emprendedores” el euro habría sido una palanca de creación de riqueza extraordinaria. Pero, el defecto que todavía padecemos en España, aparte de la poca estima popular de la figura del “empresario” asociado por muchos, como la bandera, al franquismo, es la tendencia a la seguridad del negocio rápido y especulativo. Y aquí es donde algunos más espabilados empezaron a entender que era eso tan abstracto de la Unión Europea: no era más que chorros de dinero crediticio y virtual, pero dinero, que podía ser aprovechado con un poco de organización. Así se crean los modernos  “caciques” que controlando, las pequeñas Cajas de Ahorros, las concejalías de Urbanismo y las organizaciones políticas mayoritarias, que a su vez, desde Felipe González, controlan a los jueces, reconducen ese chorro de riqueza, ese “mana” caído de Europa, principalmente hacia el fomento de la especulación inmobiliaria. 

El gobierno central hizo la vista gorda, porque parecía la única forma en que la economía creciese y se saliese de la crisis en que la había dejado Felipe González. Pero el proceso se disparó de tal manera que acabó creando la famosa “burbuja inmobiliaria” que rebasó los controles de cualquier gobierno: era España entera la que se endeudaba si control en una carrera de nuevos ricos con coches cada vez más potentes, casas más caras, etc. Cuando estalla la burbuja nos encontramos con un país a punto de ser intervenido por no poder pagar sus deudas, a la vez que se entra en recesión con unos niveles de paro inasimilables. El Sistema o Régimen de esta Segunda Restauración se ha destruido, de ahí que la intervención dictatorial de Bruselas, que controla nuestra moneda a través del Banco Central Europeo, sea una nueva especie de necesaria dictadura de un “Primo de Rivera” moderno. Pues hoy no mandan ya los ejércitos en Europa, sino la Economía. Y el poder económico español ha dejado de ser soberano. Podríamos pasar así una década.