miércoles, 2 de julio de 2014

Sobre la crítica de Ortega a la Restauración (III)


 Continuando con lo dicho en los anteriores artículos (“Sobre la crítica de Ortega a la Restauración”, I y II), nos encontramos en una situación en la que se repite el fracaso en España de una nueva Restauración, similar en muchos aspectos a la llamada Restauración decimonónica, objeto de las famosas críticas de Ortega. Al exponerlas, llegamos a la conclusión de que la propuesta orteguiana de la urgente necesidad de unas minorías filosófico-intelectuales modernas en España, que influyan y colaboren al planteamiento y resolución de los graves problemas con que se encuentra el país, para culminar su modernización y para salir de la situación de atraso y postración secular en el que había caído, es más urgente y necesaria todavía hoy que entonces. Pues lo que diferencia a la Restauración decimonónica de la actual, -como vimos en otro artículo titulado “Oligarquía y separatismo”-, es que lo que está provocando su fracaso no es ya la situación de atraso industrial, con sus secuelas de ruralismo caciquista y pucherazo electoral, sino la debilidad y practica inexistencia de fuerzas políticas de centro, desde la importante y enigmática defenestración de Adolfo Suarez con motivo de los diversos “Golpes de Estado” del 23-F, que ahora salen a la luz en libros de grupos mediáticos y editoriales influyentes.

     A partir del arrollador triunfo socialista de Felipe Gonzalez en 1982, la democracia liberal española, que había sido introducida con los gobiernos de Adolfo Suarez, toma un rumbo “absolutista” al politizar la justicia (conformación por Ley del Consejo Geneal del Poder Judicial, cuyos miembros se eligen por cuotas de los partidos) y utilizar a los partidos separatistas catalanes y vascos como bisagra necesaria para gobernar con estabilidad. Posteriormente, los gobiernos de Aznar continuaran, e intensificarán más si cabe, dicha tendencia absolutista iniciada por los socialistas. Se dice que uno de los grandes meritos de Gonzalez y Aznar ha sido la búsqueda del centro político, para evitar la radicalización de la sociedad española. Pero habría que añadir que en realidad esto se hizo eliminando al verdadero centro, encarnado entonces por Suarez, el cual murió electoralmente, mucho antes de su Alzheimer terminal ciertamente, pero porque se juntaron la debilidad y escasez de la base que podía votarlo con la acción descaradamente favorecedora de las minorías separatistas por parte de los dos grandes partidos Socialista y Popular, con la disculpa de aplacar sus ansias independentistas. Con ello aparecen dos males que están conduciendo a la actual Restauración de la Monarquía democrática a su fracaso económico y estatal: la creación durante las últimas décadas de una “oligarquía” poco competente de socialistas, populares y separatistas, por no ser posible la crítica moderadora interna del Sistema que podría desempeñar un partido centrista y, por otra parte, la excesiva transferencia de competencias autonómicas, impuestas por los partidos separatistas, e imitadas por los demás gobiernos autónomos, que están llevando a una situación de “reinos de Taifas” ingobernables al resto del país, con grave riesgo de ruptura nacional.

     En tal sentido, cualquier proyecto político de mantenimiento de la democracia liberal en España, sea el proyecto que haya que iniciar por hundimiento del actual régimen de la Restauración de forma brusca, como ocurrió con la Restauración decimonónica, o por una “catarsis” reformadora interna, que podría tener lugar si aumenta y se consolida el voto de nuevos partidos centristas como UPYD, Ciudadanos u otros que surjan, lo que permanece claro, según el análisis que hacemos, es que es necesario un movimiento filosófico-intelectual educador, similar al que Ortega proponía en su Liga de Educación política, pues sin él no se consolidará en España un autentico e influyente, aunque minoritario, movimiento político-intelectual de regeneración. Pero, aunque hoy todavía es más urgente que en los tiempos de Ortega la creación de tal movimiento político-intelectual, las dificultades para lograrlo nos parecen todavía mayores, no tanto por causas nacionales o internas, sino por razones procedentes del panorama internacional. Razones que fueron extraidas ya por el propio Ortega en su prematuro, aunque exitoso libro, La rebelión de las masas (1930). Hoy vivimos el triunfo mundial, tras la caída del Muro de Berlín, de la Democracia “americana”, en el sentido de Tocqueville, esto es de la Democracia de “masas”, resultante de la extensión del voto a la mayoría de los ciudadanos, de lo que resulta un inevitable ascenso e imposición sin freno, mediática-democrática, de los gustos “populistas” del ciudadano medio, dando lugar a lo que Ortega llamaba un ademocracia “morbosa”. Una democrácia absolutista  en la que las minorías culturales “egregias” son marginadas y sustituida su secular influencia por los autores de “best sellers” de todo tipo, que al democratizar la cultura, paradójicamente, la degradan y trivializan. Ortega ya había detectado, en Papeles sobre Velázquez y  Goya, en la sociedad española dieciochesca, un ejemplo histórico de degeneración cultural en la preferencia de los nobles de más alcurnia de entonces, como la Duquesa de Alba, por lo valores populares de lo que llamaríamos hoy la “sociedad del espectáculo”: los majos y las majas, las manolas, los toreros, las actrices y tonadilleras, etc. Un caso claro de la “inversión de los valores” y de rebelión de las masas de que hablaba también Nietzsche. En España Invertebrada, Ortega relaciona la invertebración del país precisamente con la “inversión de los valores” o aristofobia que aqueja a los españoles de la llamada decadencia.

    Pero esto es hoy un fenómeno dominante en la llamada “sociedad del espectáculo” post-moderna. Sobre todo desde que los EEUU aparecen como una nueva Roma que ejerce una especie de poder imperial, propio de una Super-potencia, de una Sociedad de Producción y Consumo de Masas, bajo cuyo paraguas ha caído Europa y gran parte del mundo. Cuando Montesquieu analizaba el Imperio romano se daba cuenta de que el secreto de su tan larga duración y efecto civilizador residía en un equilibrio de poderes entre el Emperador, el Senado, los Tribunos del Pueblo, etc., que permitía una rectificación y moderación de los abundantes excesos que se producían. El poder absoluto, que intentaron los Nerones y Caligulas de triste recuerdo, no se consolidaba porque continuamente “el poder frenaba al poder”. Igualmente podemos decir hoy que el Imperio de las Masas, que triunfa en los EEUU, tras la derrota de otros Imperios de Masas alternativos, como el Nazi o el Soviético, debe su pujanza y poder sostenido a la herencia de Montesquieu, recogida en su Constitución política democrática-liberal que consagra principalmente la división neta de poderes entre la Casa Blanca y El Capitolio, además de la independencia del Poder Judicial. Lo cual permite corregir y rectificar los excesos y errores cometidos por sus dirigentes, demostrando ser una sociedad con gran pragmatismo y capacidad de acomodación a las situaciones cambiantes que caracterizan el mundo dominado por los avances científicos e industriales.

     Es precisamente este escollo de los excesos incorregibles,  ante el que ha naufragado la Restauración decimonónica española, el que está haciendo fracasar la Restauración democrático monárquica actual. En ella es imposible escapar al Imperio de las Masas, las cuales tenderán al “doble frenesí” de volver a imponer, a través de las urnas, -pues otra forma no admitiría la decisva homologación democrática norteamericana-, un absolutismo radical para-soviético o para-fascista, disfrazado de “democracia” popular u “orgánica”, a menos que se constituya un poder moderador democrático-liberal de centro que ejerza de balance of power, garantizando una democracia de masas, pero con mecanismos correctores de sus excesos. Pero la determinación clara de que algo sea exceso o no, es difícil que la establezca la masa ciudadana, o sus demagógicos “políticos reflejo”, periodistas semi-cultos, etc., una masa que, por lo general, permanece apática y no tiene los conocimientos necesarios para ello. Solo el poder de la minoría intelectual de un país puede presentar planes y orientaciones bien meditadas y discutidas que ayuden a generar nuevas Ideas orientadoras. Pero para ello es necesaria la promoción y desarrollo de la “minoría egregia” intelectual de la que hablaba Ortega, y que hoy ya existe aunque dispersa y actuando como una especie de guerrilla de francotiradores a través de Internet,  marginada por la “censura mediática” que continuamente ejerce  el actual poder oligárquico, controlador absolutista de los mass-media. Dicha minoría intelectual, aunque todavía débil y escasa, silenciada por la característica legión hispana de los invidentes-envidiosos, es la única que puede asumir el papel de consejera sabia posible en la orientación de las complejas decisiones políticas y culturales que el futuro más inmediato ya nos está presentando. Pero para ello es necesario que los nuevos partidos centristas emergentes, que accedan a ocupar parcelas de poder político-mediático, las saquen de su actual invisibilidad para el gran público, si realmente quieren promover una democrácia liberal y no absolutista.