lunes, 18 de diciembre de 2017

Autonomía no es Soberanismo

Una de las confusiones más graves que han propiciado el actual conflicto separatista, que afecta a la Comunidad Autónoma catalana, es precisamente la cuestión de la Soberanía o capacidad que tiene un Estado sobre las decisiones últimas que atañen a su propia existencia como unidad política. Pues, el Estado se constituye, como señala Hobbes, cuando se reconoce en un Soberano, sea ya una persona (Rey) o un grupo de personas (Parlamento), el monopolio de la fuerza para mantener la unidad, la seguridad o el orden dentro de ese Estado. 

En relación con las relaciones exteriores de ese Estado, puede ocurrir que un Estado busque la alianza con otros Estados frente a terceros. Así, si esa alianza se hace más estrecha y duradera, pueden surgir Confederaciones de Estados, como es la actual Unión Europea, en la que los Estados miembros pueden ceder Competencias, que siempre pueden recuperar, como estamos viendo con el Brexit inglés. Aunque el precio sea elevado, ello no es imposible. Pero, si la unión se hace más estrecha, como ocurrió en USA tras la derrota de los Estados Confederados del Sur en una cruenta Guerra Civil, la Soberanía cedida a Washington, parece ya irrecuperable para los antiguos Estados.

El caso de los Estados soberanos europeos, como España, Reino Unido o Francia, es que siguen siendo, por tanto, Estados Unitarios Soberanos, porque la UE no ha dado el paso hacia un Estado Federal europeo. Y quizás no lo pueda dar nunca. Pero dichos Estados, que han tenido un protagonismo histórico como potencias mundiales de primera fila, hoy han sido relegados, al perder sus Imperios, a potencias de segundo orden en la escena mundial, en relación con los llamados Estados Continentales como USA, China, Rusia, o pujantes potencias económicas como Alemania o Japón.

De ahí viene que su poder, tradicionalmente centralista, se debilite y empiecen a surgir tendencias separatistas en algunas de sus regiones. España lleva en esto la delantera, pues ya a finales del siglo XIX aparece el problema catalán y luego el vasco. En Inglaterra esto empezó ahora con Escocia (el caso de Irlanda es diferente). Francia, el país centralista por antonomasia, tiene problemas en Córcega y Bretaña.

Ortega y Gasset ya vio, por ello, la necesidad de regenerar o revitalizar a una España en decadencia. Para ello formuló un programa doble: integrar a España en una especie de unidad confederada europea (“Europa es la solución”) y, a la vez, descentralizar el Estado por medio de la generalización de las Autonomías. Ortega creyó que la división de las Competencias del Estado en Competencias Nacionales (Ejercito, Asuntos Exteriores, Justicia, Educación, Economía nacional, etc.) y en Competencias Autonómicas transferibles, en cuanto que tratan de asuntos locales, que no interfieren con los nacionales, podría servir para neutralizar el vicio español del particularismo o localismo, que se había manifestado como letal en el cantonalismo de la Primera República.

Dejando claro que las Competencias las otorga el Estado y, por tanto, pude también retraerlas o suspenderlas. Ortega defendió la generalización del modelo Autonómico (lo que se atribuye a la famosa frase de Suárez del “café para todos”, desconociendo que proviene del filósofo quizás a través de Torcuato Fernández Miranda, gran admirador de Ortega) porque consideraba que, con ello, se habría creado el “alveolo” para alojar el problema catalán: todas las regiones al tener Autonomía no la verían como un privilegio solo catalán y, a la vez, Cataluña tendría una parcial satisfacción a lo que de justas pudiesen ser sus reivindicaciones particularistas o “nacionalistas”. Con ello quedaría sin fuerza su particularismo separatista, pues no se podría alimentar de motivos de queja razonables, acabando por degenerar en un movimiento utópico e irreal, que es lo que representa hoy el iluminado Puigdemont.

Inglaterra, después de observar la llamada Transición española, nos copió discretamente el modelo Autonómico, creando los Parlamentos regionales de Irlanda del Norte, Escocia y Gales. No es cosa banal que la inteligente Inglaterra copie hoy a la antigua temible rival y hoy tenida por atrasada, y en parte colonizada, España. Incluso, como Ortega preveía, cuando los enfrentamientos en el Ulster subieron de tono, Tony Blair suspendió su Autonomía por cinco años nada menos.

Sin embargo, Cameron, creemos, cometió un grave error al permitir el Referendum escocés pues, con ello, empieza el cuento de nunca acabar, pidiendo otro, como en Quebec. Debería haber negado la consulta y amenazar con intervenir la Autonomía escocesa, como, a trancas y barrancas, se está haciendo en España con Cataluña. Pues, ya decía Ortega que: “Ahí (en la Autonomía) está, señores, la solución, y no segmentando la soberanía, haciendo posible que mañana cualquier región, molestada por una simple ley fiscal, enseñe al Estado, levantisca, sus bíceps de soberanía particular”.


Artículo publicado en El Español (9-11-2017)

domingo, 10 de diciembre de 2017

Modernidad Católica frente a Modernidad Protestante

Se conmemoran este año en Alemania los 500 años transcurridos desde que en 1517 el monje agustino Lutero clavase en las puertas de la catedral de Wittenberg sus famosas 95 tesis, que incendiaron la cristiandad produciendo el cisma que llevó a la separación de los denominados Protestantes de la Iglesia de Roma.

Aquel acto fue trascendental para toda Europa por sus consecuencias, que llevaron a la destrucción del poder católico en los países del Norte de Europa, en los cuales, sin embargo, no logró imponerse una Iglesia Protestante unida, sino que se vieron obligadas a convivir, entonces y hasta hoy mismo, una multitud de sectas religiosas que fueron obligadas a tolerarse recíprocamente por los poderes políticos correspondientes. Esa tolerancia por necesidad fue transformada en virtud filosófica y secularizada por filósofos como John Locke o Voltaire. En Alemania será el llamado Rey Filósofo, Federico de Prusia el instaurador de la tolerancia que permitió el desarrollo de una secularización filosófica del espíritu protestante que va desde Kant a Marx, pasando por Hegel.

Este espíritu protestante se resume en la famosa libertad de conciencia frente a toda imposición externa de una Iglesia que se arrogue la autoridad en la interpretación de la verdad de la palabra divina. En Marx la secularización protestante alcanzó un carácter decididamente ateo, de tal manera que se podría definir al marxismo en este aspecto como un protestantismo sin cristianismo. La poderosa dialéctica marxista reside en su extraordinaria capacidad para, con su acción de protesta radical, negar no solo a Dios, sino al propio Estado, que en el comunismo final debería desaparecer como última autoridad política, dejando a los individuos que han tomado conciencia revolucionaria, libres de toda explotación y abusos de unos hombres frente a otros. Pero el marxismo, con la caída del muro de Berlín, se ha revelado como un movimiento tan utópico como aquellas sectas protestantes.

El rival de Marx, aunque en vida ambos personajes no se conocieron personalmente, podemos decir hoy que fue el fundador del Positivismo, Augusto Comte, el cual pudo vivir la famosa Revolución del 1848 en París, en la que también participó el joven Marx, que luego relató en su famoso escrito El 18 Brumario de Luis Bonaparte. Allí compareció por primera vez el movimiento comunista, que Augusto Comte, a diferencia del revolucionario alemán, condena como un movimiento que pretende continuar el espíritu de la Revolución Francesa, para llevar a cabo otra Revolución más radical.

Según Comte, había que abandonar la actitud negativa de protesta y desobediencia ante las nuevas autoridades (empresarios, científicos y filósofos positivos) de la nueva Sociedad Industrial salida de las Revoluciones modernas para pasar a una colaboración con estos modernos poderes, para reorganizar esta Sociedad Industrial o Sociedad del Conocimiento, como la llaman ahora, la única que podría sacar a Europa de la crisis que se abrió en el Renacimiento, a fin de construir una nueva sociedad estable, centrada y creadora de lo que ahora denominamos la sociedad del bienestar occidental.

Augusto Comte hacía así una valoración parcial del Protestantismo, considerando que destruyó la intolerancia católica allí donde triunfo, pero no pudo imponer una nueva intolerancia religiosa por sus divisiones sectarias, y esto ayudó a que las ciencias positivas y la filosofía moderna pudiesen crecer y desarrollarse en tales países de una forma más rápida que en los países católicos del Sur de Europa. Pero una vez que las ciencias positivas se constituyen y establecen sus “cierres categoriales”, como diría Gustavo Bueno, es ridículo seguir manteniendo la “libertad de conciencia”, posible ante un dogma teológico, pero ridícula ante un teorema científico.

Así que Comte, como dijo de él Thomas H. Huxley, el denominado Bulldog de Darwin, empezó a defender un “catolicismo sin cristianismo”, que se caracterizaba por volver a construir una nueva autoridad universal, representada por la ciencia, con verdaderos dogmas, frente a los cuales la actitud protestante de crítica sin límites de la discrepancia individual ya no tenía sentido. Esa actitud “católica”, esto es, universalista, (que es lo que significa la palabra en su origen griego) existía todavía en aquellos países donde no había triunfado el Protestantismo, como Francia, Italia, España e Hispanoamérica, Portugal y Brasil.


Y era, según Comte, la que habría que secularizar, esto es, separarla de sus orígenes teológicos para darle una fundamentación filosófica secular. Una muestra de ello, cercana a nosotros, es la del influyente filósofo español Gustavo Bueno, que se reconoció como “ateo católico”. De ahí que el combate entre Protestantes y Católicos, bajo otras formas ideológicas, parece que, a los 500 años del inicio de la protesta luterana, puede continuar.


Artículo publicado en El Español (1-11-2017)

domingo, 19 de noviembre de 2017

Aislar al separatismo

Parece que, ante los graves acontecimientos que están ocurriendo en Cataluña, con rebelión abierta de su gobierno regional frente al Estado central, se empiezan a caldear los ánimos del resto de los españoles ante la incredulidad de muchos por lo que ocurre. Empiezan a preocupar también las consecuencias de todo orden que puede provocar una situación que se puede ir de las manos a los propios aprendices de brujo que la han desatado. Ya se habla de una división entre los propios catalanes, que se encrespa hasta desatar situaciones de odio fanático que divide a amigos, conocidos y hasta las propias familias.

Por otra parte, el Estado central está siendo lento y excesivamente timorato en sus intervenciones ante hechos consumados de rebelión con propósitos sediciosos, poniendo el lento y pesado carro judicial delante de los mansos y poco atrevidos bueyes del poder ejecutivo. Un gobierno sin complejos y con una visión serena de lo que ocurre debería aplicar los mecanismos legales que la Constitución faculta para estos casos y que luego los afectados fuesen los que recurriesen a las instancias judiciales pertinentes, si es que se considerasen injustamente tratados. Pero eso no es precisamente lo que ocurre y parece que la grave situación política a la que hemos llegado será difícil de remontar a corto plazo. Pues, todo ocurre como si una pesada inercia impidiese que se dé vuelta al erróneo planteamiento que preside la actuación del ejecutivo, el cual se empeña más bien en seguir negociando con los insurrectos para que desistan de peligrosa y lamentable actitud levantisca.

Dicha inercia procede de una errónea decisión política que se tomó ya en los inicios de la Transición cuando, una vez que se decidió reformar la estructura centralista del Estado introduciendo la división Autonómica, se hizo sin tener en cuenta los consejos que dio el filósofo Ortega y Gassetsobre cómo debería entenderse lo que él mismo presentó en las propias Cortes de la 2º República como una vía, pensada y bien pensada, para intentar conllevar lo más civilizadamente posible el problema del nacionalismo particularista catalán. El problema catalán, para Ortega, no tenía una solución extrema, como vemos hoy, pues si el Estado Central suprime la Autonomía catalana dejaría a media Cataluña descontenta e irredenta, lo mismo que, si los separatistas consiguen independizarse, quedaría la otra mitad de Cataluña igualmente descontenta, intentado buscar la ayuda de España para revertir la situación.

Ortega ya previó que la puesta en práctica de la Autonomía sería utilizada por los independentistas como un medio para conseguir su objetivo final de separación. Por ello recomendaba a toda costa, para que la Autonomía otorgada generosamente por el Estado Central, en tanto que único detentador de la llamada Soberanía Nacional, fuese eficaz, el riguroso aislamiento político del nacionalismo catalán. Pues, con la concesión de la Autonomía regional, “Cataluña habría recibido parcial satisfacción, porque quedaría solo, claro está, el resto irreductible de su nacionalismo. Pero ¿cómo quedaría? Aislado; por decirlo así, químicamente puro, sin poder alimentarse de motivos en los cuales la queja tiene razón”, dijo Ortega en su discurso sobre el Estatuto de Cataluña en las Cortes republicanas.

Pero, lo que se hizo a lo largo de las últimas décadas fue precisamente lo contrario. En vez de aislar políticamente al nacionalismo catalán, se deseó su apoyo político. Se dice que todo esto ya empezó en los tiempos de Adolfo Suarez cuando trató de contentar a las minorías nacionalistas catalana y vasca introduciendo en término nacionalidades en la Constitución. Suarez, seguramente hizo esto por razones puramente tácticas para poder mantener sus minoritarios gobiernos, ante el acoso y la caza cainita del hombre providencial que había ganado tan brillantemente las elecciones, imponiendo por vía electoral la Reforma política frente al inmovilismo del bunker franquista. Su dimisión fue conseguida tras la alianza de sectores derechistas e izquierdistas que confluyeron, al parecer, en el extraño intento de golpe del General Armada.


Suarez dijo que se iba para que la democracia no volviese a ser un breve paréntesis en la Historia de España. Así que cuando comienza verdaderamente, de modo estratégico, una alianza que sacó a los nacionalistas de lo que era entonces su aislamiento político y social al principio de la Transición, fue con el bipartidismo dominante que vino después de caído y aislado, este sí, el centro político representado por el CDS de Suarez. La bisagra del nacionalismo particularista se impuso como medio de acceder al poder, tras el pago de transferencias que Ortega nunca hubiese aconsejado, como la cesión de las competencias en Educación. La nueva política, que sustituya a la política que nos ha llevado a esta crisis, debería comenzar entonces por aislar al separatismo.


Artículo publicado en El Español (28-9-2017)

domingo, 5 de noviembre de 2017

La rebelión de la minoría separatista catalana

Asistimos estos últimos días al espectáculo de una sublevación en Cataluña, encabezada por su Gobierno Autonómico, que pretende conseguir la separación de España. La noticia, por su gravedad, ocupa los titulares de los mass media tanto nacionales como extranjeros. No podía ser menos ante el anuncio de un acontecimiento que se presenta, en el imaginario social, como una Revolución que pretende dar nacimiento a una nueva nación en Europa. Una nueva Toma de la Bastilla o del Palacio de Invierno de los Zares parece anunciarse con los actos preliminares de desobediencia, manifestaciones, huelgas y tumultos que se empiezan a producir ante el asombro de la mayoría de los españoles, que no imaginaban que algo así pudiese hoy suceder.

Sin embargo, algo así está ocurriendo y amenaza con abrir una crisis, no sólo en España, sino también en otros países europeos que albergan en su seno incipientes movimientos separatistas regionales. Por eso parece importante tratar de analizar con cierta profundidad la naturaleza precisa del movimiento rebelde en cuestión, para poder saber en realidad de qué se trata y buscar los medios para evitar las consecuencias catastróficas que de él se puedan derivar.

Lo primero que nos llama la atención es que lo que está ocurriendo ante nuestros ojos no es una Revolución como la Revolución Francesa, la Rusa o la Norteamericana, en la que se dio origen y nacimiento a nuevas y poderosas naciones en el sentido moderno de la expresión. No hay aquí ejércitos que se enfrentan en una sangrienta guerra civil, porque no se está armando al pueblo ni dividiendo al ejército. A todo lo más que se está llegando es a neutralizar a una diminuta, en comparación con los cuerpos armados españoles, policía autonómica de los Mossos y a tratar de evitar un posible enfrentamiento policial armado del que saldrían perdiendo los sublevados. La propia denominación de escenificación de la rebelión, que se utiliza para referirse a las manifestaciones y huelgas callejeras, revela lo que algunos denominan el carácter postmoderno de la rebelión como un simulacro de una rebelión masiva, pues como se puede observar aquí no comparecen las masas, sino grupos de agitadores, no muy numerosos, pero disperso por diversos lugares, concentrados ante comisarias, hoteles donde se alojan los guardias civiles, algunas calles, etc.

El propio Referéndum que se convocó, al margen de que sus datos no ofrecen ninguna seguridad jurídica de veracidad, es un simulacro de victoria masiva del  (90%), cuando en realidad se reconoce que sólo ha votado una minoría de la población catalana. La Huelga General convocada, procedimiento mítico de las grandes revoluciones, ha sido también un simulacro, pues se obliga a parar a los trabajadores controlando una red de transportes con la inutilización, por acción u omisión del propio Gobierno Autonómico, de las líneas de cercanías del cinturón de Barcelona, donde se concentran la mayor parte de la población trabajadora, o del corte con neumáticos de las autovías en unos pocos puntos estratégicos suficientes para colapsarlas.

En tal sentido, no hay aquí una rebelión de las masas, como ocurría en Rusia, por ejemplo, sino una rebelión de carácter distinto y que hemos denominado, en otro artículo de este mismo diario, como la rebelión de las minorías. El problema hoy no es pues la rebelión de las masas, como en tiempos de Ortega y Gasset, sino que es lo que denominamos la rebelión de las minorías, la cual no sólo se está dando en el particularismo del nacionalismo regionalista, catalán, vasco, corso, escocés, etc., sino también en el particularismo o diferencialismo de las minorías sexuales, étnicas, etc.


Todos ellos comparten el contrasentido propio de querer imponer en un régimen democrático, en el que, por definición, deciden los derechos de la mayoría, y con procedimientos democráticos, no violentos, etc., unos derechos minoritarios como si fuesen equiparables a los mayoritarios. Dicho contrasentido sólo puede abrirse paso por medio de la utilización de la simulación y el engaño propio de la demagogia, para lo cual son suficientes las armas de una educación y una propaganda mediática fanatizada, que equivocadamente les ha transferido el Gobierno central. Por ello no hace falta meter los tanques en Cataluña, sino que la verdadera solución está en la discusión ideológica y el pensamiento crítico que hay que recuperar de las manos del sistema educativo y de los mass media puestos hoy, en Cataluña, en manos de los fanáticos sediciosos, y en el resto de España en manos de una tendencia dominante que quiere contentar en vez de aislar a los separatistas. Pues, el separatismo debe ser inexorablemente aislado, e incluso, llegado el caso, prohibido como opción política, no dejando de denunciar sus sinsentidos y peligrosos engaños desde los medios de comunicación de mayor alcance.


Artículo publicado en El Español (23-10-2017)

sábado, 7 de octubre de 2017

Reseña de PENSAR CON LAS MANOS




      El título del libro que voy a reseñar, Pensar con las manos, posee la virtud de ser muy informativo acerca del contenido a tratar. El hombre, en efecto, piensa con las manos. Con las manos y con las demás extremidades y zonas fronterizas de su cuerpo. El hombre es un ser de pensamiento no sólo y no directamente por su cerebro, sino por su corporeidad, esto es, piensa por el sistema de extremidades y órganos de captación-manipulación con que está dotado. Hoy en día, en que padecemos por todos los lados una suerte de "cerebrocentrismo", y se habla sin cesar de "neuroeducación", "neuromárketing", "neuroeconomía", así como del cerebro como un "gestor de emociones", etc., libros como el de Manuel F. Lorenzo van a resultar un revulsivo. No es del todo cierto que pensemos con el cerebro, ni es correcto o exhaustivo decir que el hombre es inteligente porque posee un gran y poderoso cerebro. Esta es la línea del intelectualismo que arranca desde Aristóteles y llega hasta nuestros enfoques actuales de la "ciencia cognitiva" y del computacionalismo. Más en lo cierto estaba Anaxágoras al decirnos que el hombre es inteligente porque tiene manos. Pero, más aún (lo que quizá no pudo saber Anaxágoras): el hombre tiene manos (versátiles, operatorias, hábiles) en lugar de garras o patas debido a que, correspondientemente, el hombre posee pies.

"Parece que piensas con los pies". Esta expresión, aparentemente banal y campechana, encierra mucho sentido. Un alumno puede recibirla a modo de amonestación. El maestro le hace saber que le falta inteligencia o efectividad a la hora de resolver un problema. Como padre, docente o amigo, le decimos esto a alguien, "que piensa con los pies" y con ello le hacemos saber a otro que sus ideas y actuaciones no son adecuadas. En la más inveterada tradición, acaso desde Aristóteles, pensar es algo que se hace por medio del cerebro, desde el cerebro, usando el cerebro y no los pies. Los pobres pies, para muchos, no son sino extremidades inferiores que nos plantan en el suelo, nos sostienen, unas como bases obedientes a las órdenes del cerebro, simples ejecutores que nos permiten avanzar pasos. Sin embargo, la teoría de la Evolución darwiniana comenzó a reivindicar los pies del hombre, tan "inferiores" al cerebro, en virtud precisamente del papel fundamental que la bipedestación ha desempeñado en nuestro hacernos como humanos. El hecho básico, debido a diversos factores ecológicos, cambios climáticos, etc. de ser unos primates bípedos, ha permitido que nuestras garras delanteras se quedaran colgando a cierta altura del suelo. Así quedaron unas manos libres, exentas, disponibles para la manipulación y transformación de los objetos. 

En cuanto hablamos ya de homínidos bípedos, a modo de torres verticales que podían asomarse por encima de las altas hierbas secas de la sabana africana, en vez de desplazarse de rama en rama, en selvas de troncos apretados entre sí, podemos hablar ya de una evolución acelerada de la corporeidad humana, un camino sin retorno hacia una forma extraña de animal, un animal el humano capaz de emplear sus extremidades como órganos operatorios, transformadores enérgicos del entorno. Nunca se enfatizará lo suficiente el papel de la mano exenta para manipular y transformar objetos, para alterar el entorno con útiles de lo más diverso, incluyendo las armas. Este homínido, tan deficitario en tantos y tantos aspectos, se convirtió él mismo en un sistema inmenso y eficaz en orden a la operatoriedad. 

Las manos, y de manera secundaria, los brazos, piernas, pies, boca, etc. del hombre poseen un gran poder de captación de estímulos, así como un enorme poder de transformación de objetos. Diríamos que la corporeidad humana es, toda ella, operatoriedad. De acuerdo con las ideas de Jean Piaget diríamos que, a partir del bipedismo, el homínido es un organismo ultrapotenciado para movilizar los tramos del círculo de relaciones entre sujeto y objeto: a) asimilación, por medio de la cual el animal, homínido o persona hace suyo el entorno, o trata de incorporarlo o "digerirlo" de acuerdo con sus estructuras (la fagocitación y nutrición serían las formas más primitivas de asimilación cognoscitiva) y b) acomodación, esto es, el cambio de las estructuras del sujeto-organismo para corregir los desajustes, restablecer el equilibrio y, en definitiva, alcanzar la adaptación.


El libro de Fernández Lorenzo no consiste en una mera "apología de las manos", y, por extensión, de las restantes extremidades corporales que nos permiten ser animales cognoscitivos "ultrapotenciados". Tampoco es una mera denuncia del cerebrocentrismo. Esto, por sí solo, podría tener un interés para determinados especialistas (psicólogos, neurocientíficos, pedagogos…), pero tenemos aquí otro aspecto adicional, mucho más denso, profundo y de consecuencias de largo alcance. "Pensar con las manos" supone todo un proyecto ontológico. Se trata de asumir de una vez, con todas las consecuencias, el legado que nos han dejado los grandes idealistas alemanes, empezando por Kant y siguiendo con Fichte, Schelling y Hegel, y en cuyo devenir, ha dado origen a otros legados filosóficos que necesariamente hemos de asumir, como son el vitalismo (Nietzsche, Bergson, Unamuno, Ortega), y el constructivismo operatorio (Piaget, Bueno). No podemos dejar a un lado una importante tradición filosófica que nació y se desarrolló paralelamente al idealismo y vitalismo germánicos, aunque dándole la espalda sistemáticamente: el positivismo (Comte). En Pensar con las manos hay elementos abundantes para la refundación de un nuevo positivismo, que el autor denomina Positivismo Operatiológico, por estar fundado en las operaciones del sujeto, y no en hechos, como hacía el positivismo tradicional.

¿En qué consistirá esta refundación de la ontología? Para orientarnos debidamente, diremos que su autor es discípulo del fallecido filósofo astur-riojano don Gustavo Bueno. Discípulo sí, pero heterodoxo. El discipulado en Filosofía por fuerza ha de ser heterodoxo. El maestro ha de ser criticado, superado, sometido a revisión. Manuel F. Lorenzo es, pues, un buen discípulo filosófico: heterodoxo y creador de una corriente nueva a partir del "materialismo filosófico" buenista.

En Pensar con las manos el lector encontrará precisamente una crítica de este sistema fundado por Gustavo Bueno, basada precisamente en la fundamentación del mismo: la materia. ¿Qué es la materia? En principio, la lectura más completa de la obra buenista arroja la impresión de que materia es, en su obra, un equivalente al "ser" o la "realidad". Gustavo Bueno ha sido, dígase lo que se diga, un filósofo realista, y realista en el más clásico o escolástico de los sentidos. Es cierto que se trata de un realismo nada vulgar, sofisticado, que entiende que el despliegue de la realidad se da en varios géneros, irreductibles entre sí. Los géneros de materialidad serían, M1 -términos físico-mundanos-, M2, -operaciones del sujeto (no sólo ni principalmente operaciones "mentales" sino más bien corpóreas y, dentro de éstas, quirúrgicas)- y, finalmente, M3 -relaciones objetivas (estructuras o esencias, bien de orden matemático, bien de tipo cultural o moral). Nunca se da nada "real" como fenómeno sin que participen al menos dos de estos géneros de materialidad. Así pues, por ejemplo, la percepción de un rayo de luz implica el desplazamiento de ondas-fotones en el medio y su impacto en la retina de un ojo (M1) tanto como la propia captación sensorial e interpretación perceptiva de esas celulas retinales afectadas (M2). En el sistema ontológico de Bueno todo lo real es, por definición, "materia", eso sí, materia agrupada en géneros irreductibles entre sí y que se superponen. Se podría parafrasear a Aristóteles y decir que "la materia se dice de muchas maneras". Ahora bien, más allá de estos géneros de materialidad y de las posibilidades de entrecruzamiento entre ellos, Bueno habló de una Materia en el sentido ontológico-general (M), a la cual no se le puede otorgar contenido positivo alguno. Para Gustavo Bueno esa M era un concepto-límite, es decir, un término al que se llega por medio de un regressus o análisis exhaustivo, pero desde el cual resulta de todo punto imposible emprender un progressus o avance hacia una reconstrucción de los distintos tipos de realidad. 


Bueno entendía la filosofía –y toda empresa intelectual- desde un punto de vista dialéctico: las operaciones del sujeto se mueven en círculos crecientes en potencia y alcance, y estos círculos siempre giran en dos sentidos opuestos, regresivos y progresivos. Cada uno de los puntos alcanzados por esta especie de rueda que se desplaza, tanto en el regressus como en el progressus, sirve de punto de partida para impulsar nuevos desplazamientos (conocimientos), con mayor profundidad e impulso. Así, por ejemplo, una vez alcanzados regresivamente los términos "átomo" en la Química, o "célula" en la Biología, el impulso y la profundidad para iniciar la vía progresiva (esto es, deducir o recorrer nuevas posibilidades de conocimiento) fueron inmensamente mayores en la Historia de las Ciencias. Pero como bien nos recuerda Manuel F. Lorenzo, el término "Materia" es inservible, estéril desde el punto de vista cognoscitivo, pues desde él no hay progressus posible. Bueno presentó la M como una especie de fondo, de agujero negro desde el cual resulta completamente imposible salir. En efecto, esa Materia ontológico-general es un límite, y Bueno lo reconoce. Su materialismo se había gestado en el ambiente y compañía del marxismo, ante cuyo materialismo dialéctico el filósofo de Oviedo pretendió ofrecer alternativas críticas y más sofisticadas. Por supuesto la mayoría de los marxistas españoles desatendieron una filosofía que se les antojaba abstrusa, alambicada, cuando no revisionista. 

En el libro que reseñamos, sin embargo, se ofrecen propuestas para una idea de límite positivo, en lugar de la M buenista, que es meramente negativa. El profesor Fernández Lorenzo, por ejemplo, toma como ejemplo, las interesantes propuestas de Eugenio Trías sobre la idea del límite, entendido de forma positiva. La filosofía "fronteriza" de Trías supone un replanteamiento de la metafísica tradicional, normalmente basada en uno o varios términos que se postulaban como cimientos, como pilares inconmovibles: Dios, Sustancia, el Yo… Estos términos o ideas eran el núcleo de un sistema ontológico tradicional. De ese núcleo partían todas las demás variantes y morfologías de la realidad. El hecho es que, a partir de la obra de Kant, la metafísica queda escindida en dos, por no decir que resulta destrozada: una metafísica pre-crítica o dogmática, que parte de ideas nucleares (Dios, Ser, Sustancia) independientes por completo de la acción del Sujeto, y una metafísica crítica (podría decirse mejor, una filosofía crítica por cuanto anti-metafísica) que renuncia a deslindar o postular cualquier término nuclear de la ontología sin considerar la labor del Sujeto, el verdadero "hacedor" de todos los deslindes de términos organizadores de un sistema de ontología. 

Llegados a un tiempo post-kantiano, crítico, sabemos que no podemos obtener ninguna ganancia regresando al dogmatismo. Hemos dado vueltas en redondo durante el siglo XX por culpa de unas filosofías que, en realidad, eran anti-filosofías: el marxismo y el neopositivismo, a la par que pretendían ser un remedo de las ciencias y auguraban el fin de la filosofía, sostenían implícitamente una (mala) ontología de corte dogmático, un realismo basado en la materia o en la experiencia sensorial. Colecciones de sensaciones recibidas, partículas atómicas o sub-atómicas, o, simplemente, una "materia en movimiento" (Engels), representaron ejemplos dogmáticos de esos límites negativos, a partir de los cuales resulta reconstruir trozos inmensos de la experiencia: el pensamiento y la emoción del hombre, los hechos culturales, históricos, la evolución de la vida, etc.


Un límite positivo, por el contrario, vendría caracterizado no por esa impotencia reconstructiva del término, sino por todo lo contrario. El término no es sólo una terminación, valga el juego de palabras, sino el punto de arranque de nuevas exploraciones, de nuevas realidades. El límite es, a la vez, la fuente. Y una filosofía post-crítica ¿dónde habrá de hallar esos límites? Debemos mirar a nuestro propio cuerpo. Ahora, desde este teclado de ordenador veo mis dedos aporreando teclas, y mis manos danzando sobre ese mismo teclado, más o menos ágil y hábilmente. Si echo para atrás las ruedas de mi sillón puedo ver mis piernas, dobladas o cruzadas, y mis pies cambiando de postura o dando impulso al movimiento del sillón, o quizá jugueteando con las zapatillas o el escabel donde reposan. Mi cuerpo no es una cápsula comandada por un cerebro. Mi cuerpo es un sistema de órganos especializados en la operatoriedad. Yo, y cualquier ser humano, soy un animal hiper-operatorio. El hecho de que los humanos podamos tocar el piano, hacer gimnasia o danzar, teclear ordenadores o levantar edificios y naves espaciales es posible por ese fluctuante límite movedizo que crean los órganos operatorios: las manos, principalmente, y depués los brazos, las piernas, los pies, la boca, la lengua, etc.

El libro Pensar con las manos es muy sugerente y anuncia un trabajo futuro que, si bien paraece hercúleo, es posible y necesario en la Filosofía hispana. Es posible porque Gustavo Bueno ya sentó las bases de una filosofía constructivista-operatoria y sistemática (frente al estilo ensayístico de Ortega), si bien lastrada por su materialismo dogmático y marxista. Necesaria, porque los países que escriben y hablan en español pueden desarrollar una filosofía "a la altura de nuestro tiempo", lejos de las modas extranjeras que parecen ya muy agotadas. Y además, el autor presenta un plan muy ambicioso, al menos tal y como yo lo veo: desarrollar una alternativa a la ontología de nuestro tiempo. Una ontología desde nuestras extremidades y habilidades operatorias.

Carlos Javier Blanco Martín 

Doctor en Filosofía

miércoles, 6 de septiembre de 2017

Las fronteras y el Estado

Habíamos visto en un artículo anterior (Filosofía de la Frontera) que debíamos abandonar la idea habitual de ver la frontera como una mera línea que se puede borrar fácilmente, para verla, siguiendo al filósofo Eugenio Trías, como un auténtico territorio en el que se hacen patentes, no solo conflictos o choques culturales, sino también intercambios y trueques varios. Trías pensaba en las fronteras (limes) del antiguo Imperio Romano.

Hoy podemos aplicar esa visión a las fronteras de Occidente, que debido a la facilidad de los viajes y a la limitación en el uso de la fuerza, son mucho más permeables, con lo que los territorios del limes romano se trasladan al corazón de la propia metrópolis, en los barrios de inmigrantes multiculturales de las grandes ciudades. En ellos se da hoy esa compleja dialéctica de “cercos recíprocos”, señalada por Trías, entre aquellos inmigrantes que se quieren integrar y los que no, entre los occidentales que ven beneficioso el intercambio con otras formas culturales y los que lo rechazan.

No obstante, la forma de pensar estas cuestiones era en el filósofo barcelonés muy intuitiva o platónica, pues utilizaba figuras o metáforas muy brillantes que ayudan a ver el fenómeno de una forma nueva. Pero a la hora de analizarlo con rigor lógico-histórico se necesita algo más. Se necesita un conocimiento histórico y antropológico bien preciso y actual. Aquí es donde se puede recurrir a la teoría antropológica evolucionista de Darwin, el cual propone, en su obra El origen del hombre, la aparición de una mano exenta, tras la bipedestación, como el órgano evolutivo originario de la inteligencia propiamente humana. Pero la mano, vista según la filosofía del Límite de Trías, sería entonces, como extremidad operatoria, un órgano situado en la frontera del cuerpo con el medio entorno, cuyas otras dos partes, el tronco y la cabeza deben ser vistas ahora como alojando preferentemente sistemas terminales o basales (corazón, estómago) y sistemas relacionales (vista, oído, corteza cerebral).

Tenemos así una nueva concepción del hombre muy diferente de la tradicional concepción platónica del alma humana, según la cual ésta estaba dotada de tres partes: la irascible, cuya virtud es la valentía, la concupiscible, cuya virtud es la templanza; y la racional cuya virtud es la sabiduría. De ahí deriva Platón sus conocidos tres componentes del Estado Ideal: los artesanos, cuya virtud es la templanza, los guerreros (el valor) y los gobernantes (la sabiduría). La nueva concepción del Estado, que corresponde, de forma homologa, a la concepción operacional evolutiva del hombre que proponemos, -en tanto que la estructura básica de la actividad humana es establecer relaciones operando sobre términos objetuales-, sería que el Estado tiene tres dimensiones o capas: terminal-objetual (su corazón o base económica), la capa relacional (su superestructura ideológico-política) y la capa operacional por la que se relaciona con otros Estados (la capa fronteriza, que incluye las fuerzas defensivas y el aparato diplomático).

Con ello conectamos con el Modelo Canónico de Estado de Gustavo Bueno, el otro filósofo español del que hablábamos en el artículo Nacionalismo contra Globalización. Bueno distingue tres capas en el Estado: la capa Basal, que tiene que ver con la base económica, la capa Conjuntiva, relacionada con la Superestructura política, y la capa Cortical, que tiene que ver con las fronteras del Estado. Lo interesante de su teoría es que le lleva a otorgar un papel central al establecimiento de esta especie de “corteza” del Estado que son las fronteras. Pues a diferencia de la Teoría del Pacto Social como origen del Estado, propia de Hobbes y Locke, o de la Teoría de la lucha de Clases de Marx o Rousseau, para quienes el Estado surge para la defensa de la clase explotadora dominante, la posición de Bueno sitúa el origen del Estado en la fijación de las fronteras por la apropiación, p. ej., de un territorio de caza por unas tribus frente a otras.


El Estado, como una célula biológica, se constituye por el cierre de un espacio interior frente al exterior, con la aparición de una corteza o una piel que lo separa e individualiza frente a las tribus salvajes o a otros Estados que surjan del mismo modo. Y así como en relación con la capa político-jurídica ha sido bien establecido su funcionamiento operativo con la división de los tres poderes (ejecutivo, legislativo y judicial) de Montesquieu, y la capa económico-basal ha conseguido sortear las crisis económicas desde la famosa de 1929 conjugando prudencialmente desde el keynesianismo la mezcla de libre mercado e intervención económica estatal, sin embargo la capa cortical o fronteriza esta todavía sujeta a la contraposición excluyente entre nacionalismo y globalización sin vislumbrarse una posible solución conjugada. Necesitamos, pues, de esta nueva filosofía española.


Artículo publicado en El Español (7-7-2017)

viernes, 28 de julio de 2017

Reseña de Meditaciones Fichteanas, de Manuel F. Lorenzo. Logos Verlag, Berlín: 2014

El filósofo asturiano Manuel Ángel Fernández Lorenzo lleva ya largos años inmerso en la elaboración de un sistema filosófico llamado "Pensamiento Hábil", sistema en pleno curso de realización y de cuya fragua han surgido varias e interesantes piezas, en forma de libros y artículos. Para su consulta recomendamos la web y el blog personales del autor. 

El profesor Fernández Lorenzo ejerce su docencia en la Facultad de Filosofía de la Universidad de Oviedo, centro académico que ha brillado con luz propia gracias al astro de don Gustavo Bueno Martínez. El llorado e insigne catedrático, fallecido en agosto de 2016, dejó una ingente obra así como un nutrido, pero desigual y heterogéneo grupo de discípulos. Como suele acontecer, la cuestión de "quién es verdadero discípulo" es la fuente de una larga batalla entre enanos, pendencia de escaso interés historiográfico y poca enjundia filosófica. Muchas veces, justamente entre los heterodoxos seguidores, ajenos a los dogmas y ávidos de caminos nuevos, hemos de buscar las vetas y los filones de oro. Me parece que la "heterodoxia" del profesor Fernández Lorenzo es de ese tipo fértil y prometedor.

¿En qué doxa, opinión o dogma, se aleja el autor aquí reseñado para situarse en "otro" espacio distinto, para situarse objetivamente, en una hetero-doxia con respecto al sistema de Gustavo Bueno? En varios planos habría que alojar una respuesta, pero uno de ellos es el plano en el que se puede observar un alejamiento del profesor Fernández Lorenzo con respecto del marxismo y con respecto de otros compromisos metafísicos pre-críticos (pre-kantianos, si se quiere) con la idea de "materia". Compromisos con una "materia en general" a modo de fundamento o ámbito envolvente, genérico, de los diversos modos de materialidad. Ese fundamento, como claramente se formula en el "Pensamiento Hábil" hay que abandonarlo. Y debe hallarse en otra parte. Y Fernández Lorenzo ha buscado en Fichte.

¿Qué pasa con Fichte? El idealista olvidado (muy olvidado en comparación con Hegel, incluso con Schelling), el abstruso, difícil de leer y por tanto de divulgar, Juan Teófilo Fichte, podría ser un punto de partida para un sistema filosófico fundado no en una materia, sino en las propias operaciones del sujeto: "Pues Fichte es el primer filósofo moderno que formula filosóficamente la tesis, que Piaget enarbolará frente a los empiristas del Positivismo Lógico o frente a los "innatistas" como Chomsky, de que lo esencial para entender el conocimiento humano es la Acción, los hechos-acciones (Tathandlungen) del sujeto cognoscente" (p. 7). Palabras oportunas con las que arranca Meditaciones Fichteanas. El secreto a voces del llamado "materialismo filosófico" de la universidad ovetense fue el impacto que la Epistemología Genética de Jean Piaget provocó en el círculo inmediato de discípulos buenistas. Discípulos y colaboradores sumidos entonces en las corrientes que a fines de los sesenta y principios de los setenta eran novedosas (marxismo, estructuralismo, neopositivismo) y que buscaban "sistema". Toda una teoría de las operaciones era exigida internamente por ese "materialismo filosófico" en ciernes que repudiaba desde muy pronto el realismo marxista-leninista (el realismo tomista era muy superior filosóficamente a la teoría del conocimiento "por reflejo" de Lenin) o el simbolismo y formalismo de los neopositivistas, así como mostraban alergia ante la trivialización de la filosofía por la vía de un "análisis del lenguaje".

Antes de la dispersión y triturado de los sistemas filosóficos, acaecida desde la segunda mitad del siglo XIX, era norma edificar un sistema desde un fundamento, como cimiento o fondo inatacable desde el cual alzar, por algún método (cadenas deductivas, pasos dialécticos) los pisos superiores del sistema y dar remate al organismo de las ideas filosóficas. Así hizo Spinoza con la idea de Sustancia. En lugar de Dios o del Yo Pienso, el filósofo racionalista parte su construcción desde una entidad estática, omniabarcante, absolutamente independiente en su ser. Spinoza es el contramodelo desde el cual poder entender a Fichte. El fundamento en el idealismo alemán reside en el Sujeto, la verdadera entidad absoluta, independiente, primera. No obstante, el Yo de Fichte no es el equivalente subjetivo de la sustancia espinosista. No se trata de un trasvase de propiedades de la sustancia-objeto a una sustancia correlativa, la sustancia-sujeto. La cosa es más compleja. El propio idealismo alemán hubo de realizar su recorrido interno, experimentar una dialéctica propia con vistas a despojar de todo residuo de sustancialismo a la misma idea de Sujeto. Atrás debía quedar el "idealismo material" de Berkeley (esse est percipi, "ser es ser percibido") y, más cercanamente a Fichte, el "Principio de Conciencia" de Reinhold. 

En efecto, los discípulos eminentes de Kant habían localizado con precisión el "cabo suelto" del idealismo trascendental de Manuel Kant. La "cosa en sí" era el escándalo para el nuevo idealismo, que había de transitar caminos del todo ajenos al realismo de siglos pasados, incluyendo el "dogmatismo" (expresión con la que se solía designar el sustancialismo espinosista). La "cosa en sí" o bien no existía o bien había de reintroducirse hasta confundirse en el propio Yo, en el propio Sujeto. Reinhold se deshace de la cosa en sí y parte estrictamente de un mundo que sólo es mundo representado. Se parte exclusivamente de la conciencia dotada de su capacidad de representación. Ese es el "hecho" de conciencia (Tatsache). 

Fichte, no obstante, propone como fundamento del Sistema no un "hecho" sino la propia Acción. La palabra alemana Tathandlungen expresa esos "hechos-acciones" del Sujeto, que son el fundamento, y no una mera función abstracta (la capacidad de representar como un hecho general y enterizo). Reinhold dio el paso de entender que el fundamento de la nueva filosofía no había de ser sustancial sino "factual", en consonancia con el factum de las ciencias y con el allanamiento del campo cognoscible que supone el trabajo de las ciencias positivas. Fichte realiza una corrección superadora, desgranando ese hecho básico, general, enterizo, de una conciencia con funciones representacionales, en una multitud de hechos acciones de los cuales la conciencia es más un resultado sintético que un primum fontanal o causante de las acciones. Conviene anotar que éste es el punto del que arranca toda una línea "pragmatista" avant la lettre, que llega hasta el siglo XX con la Epistemología Genética de Piaget y el Materialismo Filosófico de Gustavo Bueno. Nuestro conocimiento no puede entenderse más en términos sustanciales (una relación causal entre sustancias, un "contacto" con objetos ya dados, etc.) sino en términos operacionales. Los hechos-acciones responden a su propia lógica, a unos principios que hay que descubrir y formular. Y decimos principios, en plural, por cuanto las acciones no dimanan de un solo fundamento. Aunque resulta paradigmático el idealismo de Fichte, que arranca a partir de un Yo, sin embargo no se trata de un "Yo" substancial, autogenerado, o un pensar que se piensa y se produce a sí mismo. El Yo que "se pone" o afirma a sí mismo siempre encuentra obstáculos, oposición, es decir, se topa con el No-Yo. Estos dos polos opuestos, Yo y el No-Yo (Mundo) forman un circuito infinito e incesante de relaciones, circuito muy similar a la idea orteguiana de Vida, el circuito del "Yo y mis circunstancias". El Yo y el No-Yo son conceptos conjugados, una pareja de términos que se da conjuntamente, en una dialéctica de oposición y necesidad recíproca, y cuyo nacimiento y desarrollo entrelazado a lo largo de su historia obliga a su consideración conjunta. El Yo y el No-Yo, al igual que el "Soy yo y mis circunstancias", son dos polos o focos de la elipse que luego en la Biología Teórica (disciplina de la que Piaget, al igual que Waddington, Uexküll, Emmeche, etc. es un insigne padre fundador) se pueden reformular como oposición (dialéctica, conjugada) entre Organismo y Medio. "Vivo, luego existo", será la corrección orteguiana al racionalismo moderno, imbuída ya de las aportaciones pragmatistas y vitalistas que también afectaron a Piaget. El Yo Absoluto será la síntesis del Yo y del No-Yo, el límite intraspasable, el Yo reflexivo que encierra toda la oposición entre el Yo y el No-Yo. Dicho en otros términos: la oposición entre Yo y No-Yo se da "dentro" del propio Sujeto, no se da en ninguna otra parte. Sujeto que, repetimos, no es sustancia sino acción y nada más que acción.

Manuel Fernández Lorenzo, especialista como es en el Idealismo Alemán, reconoce en Fichte el inicio de estas corrientes pragmatistas y operacionalistas, pero también el punto de arranque de lo que podríamos llamar un "positivismo olvidado". Tras el ciclo del idealismo clásico alemán, la Metafísica se derrumba, Europa deja caer los viejos –y antaño orgullosos- edificios de su Metafísica tradicional. Tras la muerte de los viejos Hegel y Schelling quedan ruinas y demoliciones, quedan filosofías relampagueantes e incendiarias, pero filosofías que ya no pueden volver a los momentos pre-kantianos, salvo transmutándose en anti-filosofías (marxismo, positivismo-lógico). O asumimos plenamente la destrucción de la Metafísica iniciada por Kant, o proponemos un nuevo "Sistema", una Filosofía que sea, más bien una "Teoría de la Ciencia", en vez de una Metafísica. La Teoría o Doctrina de la Ciencia (Wissenschaftslehre) al modo fichteano consiste en alzar un sistema de conocimientos rigurosamente fundados. Es la idea de una "filosofía rigurosa" que rompa con las arbitrariedades de los sistemas prekantianos (ya sean escépticos, ya sean dogmáticos). Con una falta de base "científica" el estudiante poco avanzado adquiera la impresión nefasta de que uno puede "tomar la filosofía que más le guste", como si de seguir una moda o un capricho personal se tratara. El ideal de "filosofía rigurosa" de Fichte, por cierto, será retomado por la Fenomenología husserliana y por el propio materialismo filosófico de Gustavo Bueno, así como por la Epistemología Genética piagetiana. En estos tres casos, se ponen las bases de un nuevo "positivismo", en una fundamentación rigurosa de la Filosofía, más allá de las arbitrariedades de la Metafísica tradicional o de las modernas ideologías. En este sentido la Filosofía cumplirá una función esencial en la sociedad, como luz que disolverá las tinieblas de las ideologías, o falsos fundamentos. La era de las ideologías ya ha tocado a su fin lo cual no debe suponer un retorno al cientismo, a una falsa y mala filosofía que imite o compendie a las ciencias, presuntamente objetivas y neutrales ideológicamente. De sobra vemos que la tecnociencia actual es pura y simplemente "ideología" o, si se quiere, la Metafísica "en vigor". Antes al contrario, la Filosofía con una base positiva no será vista más como una ciencia al lado de las ciencias, ni una Enciclopedia o Compendio de los saberes y menos aún una emulación de los saberes tecnocientíficos. La Filosofía, en gran medida, será una Operatiología, esto es, un análisis y reconstrucción de nuestros conocimientos a partir de esos hechos-acción de que hablaba Fichte, una Teoría de la Ciencia hecha al margen de todo escepticismo o dogmatismo. La Filosofía, lejos de toda "ingeniería social", volverá a su cometido fundacional en Grecia: alzarse como un saber reflexivo que aniquile las ideologías y las arbitrariedades dogmáticas, que devuelva racionalidad a todas y cada una de las prácticas civilizadas sin devenir, por ello, un dogmatismo más. Transformar al hombre, fabricar hombres de nuevo cuño y sociedades programadas ha sido la pesadilla que numerosas veces acarreaba el racionalismo mal digerido. En cambio, la reflexión sobre lo que hacemos (incluyendo lo que conocemos), su génesis y proceso, puede ayudarnos a suministrar vacunas de racionalidad práctica en este mundo tan necesitado de ella.


Carlos Javier Blanco Martín
Doctor en Filosofía

martes, 11 de julio de 2017

Filosofía de la Frontera

La globalización pretende crear una sociedad sin fronteras por medio de instituciones civiles, tipo Médicos Sin Fronteras, Reporteros Sin Fronteras, Empresas Transnacionales, Monedas Digitales (Bitcoins), etc. Pero, al pretender igualmente el trasvase de poblaciones (exiliados, emigrantes, refugiados) y capitales (deslocalización de empresas, Tratados de Libre Comercio, etc.) sin control de los Estados, está destruyendo las Sociedades de Bienestar Occidentales abriendo profundas crisis políticas como las que estamos viendo en USA y Europa.

Al relajar la vigilancia fronteriza en los bordes de la propia UE, al alimón con las llamadas a la emigración, que hicieron dirigentes políticos como Zapatero o Angela Merkel y con las guerras de Irak, Libia y Siria, la situación se hizo incontrolable y explosiva con la irrupción en la propia Europa de un terrorismo islámico inesperado que nos amenaza gravemente a todos nosotros, ciudadanos de a pie, ya seamos habitantes de ciudades cosmopolitas o rurales de Texas.

Por eso constatamos que no todas las fronteras son iguales. Eliminar el control de personas en Irún no tiene las mismas consecuencias que eliminar dicho control en Ceuta o en la isla de Lesbos. ¿Qué tipo de frontera es pues esta última? Para responder a esta pregunta no nos basta con recurrir a conceptos técnico-administrativos propios de un funcionario de Aduanas. Precisamos algunos conocimientos histórico-filosóficos para abordar con suficiente profundidad la cuestión. Precisamos pues de una Filosofía de la Frontera. En un artículo anterior (Nacionalismo contra Globalización) me referí a Eugenio Trías como el pensador español que centró su reflexión filosófica sobre la Idea de Límite o Frontera -el limes romano- enseñándonos a ver que la frontera no es una mera línea o barrera, fácil de borrar, que separa dos territorios, sino que ella misma es algo más complejo e importante. Trías empieza su libro, Lógica del Límite (1991) con estas palabras:

“Los romanos llamaban limitanei a los habitantes del limes. Constituían el sector fronterizo del ejército que acampaba en el limes del territorio imperial, afincado en dicho espacio y dedicándose a la vez a defenderlo con las armas y a cultivarlo. En virtud de este doble trabajo militar y agricultor el limes poseía plena consistencia territorial, definiendo el imperio como un gigantesco cercado que esa franja habitada y cultivada delimitaba, siempre de modo precario y cambiante. Más allá de esa circunscripción se hallaba la eterna amenaza de los extranjeros o extraños o bárbaros. Estos, a su vez, se sentían atraídos por esa franja habitable y cultivable que les abría el posible acceso a la condición cívica, civilizada, del habitante del Imperio.

Los bárbaros, instigados y hechizados por el imperio, sometían ese limes a un cerco a veces difuso, a veces hostil y amenazante, si bien con suma frecuencia se enrolaban en esos ejércitos agricultores que trabajaban y defendían el limesA su vez la metrópolis y su centro de poder temían la irrupción imprevista de algún general victorioso que fuese habitante del limes o que pretendiese, desde esta zona estratégica, hacerse con el poder e investirse de la condición de emperador. Había, pues, un triple cerco: el que los bárbaros sometían al limes e, indirectamente, al propio cercado imperial; el que éste sometía a estos peligrosos amigos-enemigos que habitaban el limes, y el cerco que el limes y sus habitantes fronterizos sometían tanto a los bárbaros del más allá como a los civilizados del más acá”.

El limes, la frontera entre Occidente y otras culturas como la Islámica no es, por ello, una mera raya en la carretera, algo meramente convencional y superficial. Trías atribuye a la Filosofía de la Modernidad esa concepción que él llama negativa, de límite y frontera, “como puro lugar evanescente, convencional y puramente lineal” e intenta con su Filosofía de la Frontera “sugerir un giro verdaderamente copernicano en relación con esta noción”.

Traducido a los acontecimientos políticos que estamos contemplando, podemos ver como el poder metropolitano lo encarnan hoy las grandes ciudades (Nueva York, Londres, París, Berlín, etc.) en las que, por la apertura incontrolada de las fronteras, surgen barrios enteros de los llamados migrantes, procedentes de sociedades más atrasadas y bárbaras que, al no integrarse, las someten a un cerco de rechazo que puede llegar al ataque terrorista organizado en redes dirigidas desde el exterior. A su vez, muchos ciudadanos de a pie, más próximos al campo y al terruño, y menos cosmopolitas, buscan a un líder populista que demuestre sus dotes de salvador cerrando las fronteras a los migrantes y derrotando su red terrorista. No estamos pues ante un pensamiento único globalizador, ni ante un dualismo de buenos y malos, sino ante un triple cerco cuya dialéctica debería presidir los análisis de detalle.


Artículo publicado en El Español (22-6-2017)

martes, 13 de junio de 2017

Nacionalismo contra Globalización

Los tiempos están cambiando en el panorama político ideológico. Se dice ahora que la tradicional oposición derecha/izquierda, basada en criterios de lucha económica, está siendo sustituida, como se ha visto en la victoria inesperada de Donald Trump y más claramente en la de Macron en las elecciones presidenciales francesas, por la oposición entre los partidarios de la Globalización y los Nacionalistas o Soberanistas contrarios a ella. Los partidarios de la Globalización serían ahora la izquierda frente a los Soberanistas que serían la nueva derecha o derecha alternativa, como, por ejemplo, empezó a denominársela en Alemania.

Pero esta nueva caracterización de la nueva situación política mundial es todavía muy intuitiva y requiere un tratamiento conceptual más profundo que nos permita una valoración más segura del panorama político en el que tenemos que desenvolvernos en las próximas décadas. Pues como decía Einstein en estos casos lo más práctico es una buena teoría. Por ello, como hacían los platónicos, hay que alejarse del mundo de las opiniones controvertidas del mundo de las apariencias para regresar a las estructuras esenciales, las cuales no se captan con la mera intuición sensible, sino con el pensamiento conceptual.

La estructura esencial de la política es el Estado. Debemos, entonces, volver a preguntarnos: ¿qué es el Estado? Aquí podríamos acordarnos del cuento indio que nos relata el filósofo árabe Algacel: unos ciegos hablaban de un elefante según su experiencia. El que palpó su oreja dijo que era un cojín; el que palpó su pata, dijo que era una columna; y el que tocó el colmillo dijo que era un cuerno enorme.

De la misma manera, a principios de las concepciones modernas del Estado, el filósofo in-glés Thomas Hobbes dijo que el Estado era un gran animal (Leviatán), que nos libraba de la guerra civil “de todos contra todos” y cuyo fundamento residía en el Pacto político entre el Soberano y sus súbditos. Locke y Montesquieu desarrollarían la estructura de ese Pacto en un sentido liberal, democrático y más funcional, que perdura hasta hoy en las triunfantes y poderosas democracias liberales.

Pero esta concepción sólo vio el aspecto que Marx llamó superestructural del Estado, pues para este lo fundamental del Estado, la clave que explicaba su funcionamiento estaba en otro lado, en la base económica. No bastaba el Estado de Derecho, sino que, sin Estado de Bienestar Social, volvería la temida guerra civil. Así ocurrió en la Revolución Rusa y su consecuencia, la llamada Guerra Fría, de la que se empezó a salir cuando USA abandonó el dogma liberal de no intervención del Estado en la Economía y se fomentó el Estado del Bienestar en Europa.

Tras la derrota de la URSS viene la llamada Globalización, permitida por la caída del Muro de Berlín y fomentada por la Superpotencia vencedora, USA. Pero la Globalización, que considera que el Estado debe ser Estado de Derecho Universal y Economía sin Fronteras, lejos de garantizar un progreso político y un bienestar económico, está produciendo crisis mundiales de dimensiones aún más aterradoras que las antes vistas: la crisis bancaria que empezó en USA, la descolocación del empleo con la amenaza de pauperización de las clases medias occidentales, la crisis política de Afganistán, Irak y de la llamada Primavera Árabe, de la que resulta el terrorismo islámico que amenaza USA y Europa, etc. De ahí que aparezcan nuevos movimientos políticos como la Derecha Alternativa, que  empiezan a decir que el Estado es fundamentalmente el territorio, la tierra de nuestros padres (Patria), de nuestras tradiciones, idiomas y costumbres.

Este resurgir del nacionalismo es ambiguo porque, como en los casos anteriores, padece de nuevo de una ceguera parcial. Pues decir que el Estado es la Patria es una verdad parcial que no se debe sustancializar, sino que hay que tratar de hacerla compatible con las otras verdades parciales que se han ido estableciendo históricamente, la Democracia y el Bienestar económico. Pero para eso se necesita una nueva Teoría del Estado, más amplia, omnicomprensiva y compleja que las tradicionales procedentes del Liberalismo y del Marxismo.

¿Dónde están los nuevos filósofos que nos iluminen al respecto? Mal momento para localizarlos, pues las figuras internacionales tenidas todavía por los últimos grandes pensadores, como los Foucault, Derrida, Habermas, Lakoff, etc., no nos sirven para esto. Pero, en la misma España, ¿hay algún filósofo que nos pueda ayudar a pensar esta nueva situación? Yo solo puedo señalar a Eugenio Trías, quien centró su reflexión en torno precisamente a la Idea de Límite o Frontera. Puede ser útil para introducirnos en esta nueva forma de pensar el Estado desde la Frontera, desde lo que él llamaba el limes del Imperio romano. Y también a Gustavo Bueno, con su Modelo Canónico de Estado. Otro día nos ocuparemos de ello.



Artículo publicado en El Español (1-6-2017)

sábado, 20 de mayo de 2017

Novedad Editorial: Pensar con las manos


 

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lunes, 8 de mayo de 2017

Los nuevos "intelectuales"

     Los intelectuales eran, desde la Ilustración, las élites que debían conducir al resto de la sociedad en la lucha por una sociedad más igualitaria y más justa. Eran los detentadores del nuevo “poder espiritual” que, según el fundador del positivismo, el Conde de Saint-Simon, -y por analogía con la sociedad medieval, en la cual ese “poder espiritual” lo detentaban los teólogos-, estaría integrado en la naciente sociedad industrial por los científicos, los artistas y los filósofos. En general, la opinión actualmente vigente es que el intelectual, representado por filósofos, científicos o personajes de gran cultura, como se decía antes, ha muerto. Pero la función que cumplía la ha heredado el artista popular que encabeza habitualmente las manifestaciones políticas -incluidos los conciertos por algún tipo de causa- y es continuamente reclamado por los media.

     En el interregno se ha podido producir la falsa impresión de que los especialistas científicos pudiesen sustituir a los intelectuales. En realidad eran meros sucedáneos, pues tras la caída del Muro de Berlín, las estructuras ideológicas de propaganda reconstruidas durante la Guerra Fría, que se sustentaban en la contraposición ideológica capitalismo/comunismo, se vinieron abajo, faltas de sentido y entonces emergió la "voluntad de poder como arte" de la que hablaba Nietzsche: el artista-filósofo post-moderno, que proclama el fin de las ideologías engañadoras y señala, tras dichas máscaras, por medio de las cuales las Ideas adquieren plasticidad, a la voluntad de poder, al deseo mismo como el verdadero motor de la historia. Con él se relativiza la verdad, base del poder del antiguo intelectual, y se abre la puerta a un mundo de fábula, que ahora se llama el mundo de la post-verdad, en el que se pueden cumplir todos los deseos y en el que se mueve como pez en el agua el artista que seduce al gran público, ese ser que no ha perdido el contacto con lo primitivo, lo salvaje, fuente telúrica de inspiración.

     En vez de los intelectuales ahora aparecen los juglares. Y, entre estos, los músicos dionisíacos son los primeros, pues ya para Schopenhauer la música se distingue del resto de las artes por ser expresión directa de la Voluntad. Del maridaje entre los media y el artista surge el marketing publicitario y un auténtico bombardeo musical. Como escribía Allan Bloom: “Nietzsche, en particular, trataba de abrir nuevamente las fuentes irracionales de la vitalidad, volver a llenar nuestro seco río con el líquido procedente de fuentes barbáricas, y, por ello, alentaba lo dionisíaco y la música que de ello derivaba. Este es el significado de la música rock. No insinúo que proceda de elevadas fuentes intelectuales. Pero se ha alzado hasta sus actuales cumbres en la educación de los jóvenes sobre las cenizas de la música clásica, y en una atmósfera en la que no existe ninguna resistencia intelectual ante el desenfreno de las pasiones más descarnadas” (El cierre de la mente moderna, Plaza & Janes, Barcelona, 1989, p. 75).

     Y es precisamente esta técnica mediática, junto con la democracia-social que facilitó el acceso a las universidades a las minorías raciales y culturales no occidentales, aquello que, según venimos diciendo, ha colaborado indirectamente al ascenso de lo que podemos denominar el hombre-minoría. Por minoría no entendemos, queremos insistir en ello para evitar equívocos ni la nobleza, ni la aristocracia, ni las élites, ni nada de eso. No se trata aquí de una clase social, sino de un modo de ser social estadísticamente determinado. Nuestra tesis es que el hombre-minoría empieza a imperar culturalmente en las últimas décadas, a partir de movimientos juglarescos derivados del movimiento estudiantil del 68, tanto de París como de Berkeley.


     Es cierto que el poder social directo en la democracia lo ejerce, en último término, la opinión pública. Es ella y no la burguesía capitalista, o cosas por el estilo, la que impone actualmente, sobre todo tras la americanización de la democracia, los gustos y costumbres. Pero cada vez los impone más a través de sus propios localismos, como se puede comprobar en el predominio de lo que, en España, desde los tiempos de Goya, se denomina majismo. Y dentro de esa opinión pública, el grupo superior, la aristocracia, los majos, son sin duda los artistas populares de los media: cantantes, estrellas de cine, deportistas considerados como geniales, etc. El artista en tanto que se le supone como atributo esencial la originalidad y la naturaleza genial. El artista en sentido amplio, por tanto, que conecta o comunica con su público, el juglar y no ya el artista como poseedor de una depurada y compleja técnica propia de la música clásica, es el que lleva hoy, para bien o para mal, en el imaginario social la antorcha arrebatada a los antiguos intelectuales.


Artículo publicado en El Español (15-4-2017)